domingo, 10 de junio de 2012

LITERATURA ERÓTICO-MORTUORIA

Serenísimo asesinato
Gabrielle Wittkop
Traducción de Rosa Alapont
Editorial Anagrama, Barcelona, 129 páginas.
(LIBROS DE FONDO)



De elegante silueta andrógina y poseedora de una impresionante vitalidad y de una excepcional libertad intelectual y moral, la escritora francesa Gabrielle Wittkop (1920-2002) recibió a lo largo de su vida los más duros e implacables apelativos. Entre ellos, los de octogenaria libertina y sulfurosa. Calificativos a los que sin duda se hizo merecedora por su propia trayectoria vital, por su ideología y también por sus escritos. Basta escuchar su autodefinición con motivo de la presentación en España de Serenísimo asesinato: “Tengo ochenta años. Nací en Nantes y vivo en Frankfurt. Nunca fui a un colegio, estudié en mi casa. Soy viuda, estuve casada durante cuarenta años. No tuve hijos: odio a los niños. No soy ni de derechas ni de izquierdas, no me interesa la política. Detesto a las feministas. Soy atea. Escrbí catorce libros”. Quien  así se retrata es Gabrielle Wittkop, una tardía escritora francesa que se considera una neandertaliense enamorada de Proust, admiradora de la obra magistral de Freud y de la del marqués de Sade, “un hombre fabuloso. Un ser tan libre que lo metieron en la cárcel porque no podían soportar su libertad. Aunque fuese gordo y seboso, ¿qué importa? Era tan atractivo…”
Pero a la brillantez de su lengua profusa y fluida, su literatura opiácea y libertina, que deja en el paladar un sabor sulfuroso, parece haberle llegado su gran oportunidad. Éditions Verticales reeditó sus obras más emblemáticas: Puritain passioné (una especie de diario filosófico con tendencias sadomasoquistas), La mort de C (una novela en la que lleva a cabo distintas interpretaciones sobre la muerte de su amigo Christopher, asesinado en los prostíbulos de Bombay). Y sobre todo, Le Nécrophile (1972), traducida al español en 1995 y Sérénissime assassinat  (2001) que al ser traducida al español colocó  en el candelabro de la actualidad a G. Wittkop, con condiciones sobradas para convertirse por si misma en personaje literario. Casada con un alemán que le llevaba muchos años, empezó a escribir en la lengua de su esposo ensayos sobre temas que este le sugería. Hasta que se enamoró de Christopher, un homosexual como ella  que le correspondió con un apasionado amor platónico y que un día aparece acuchillado y agonizante en los lugares de prostitución de Bombay. Fallecerá a los pocos días sin revelar al autor del asesinato. Mas su muerte servirá e motor de arranque para que Gabrielle inicie su obra literaria en francés.
Las ideas de esta mujer, lesbiana y a la vez misógina, no dejan de escandalizar a la sociedad timorata en la que vive. Se autodefinía como atea, libertina cosmopolita que excluye cualquier clase de autoridad moral o religiosa. Y en el mismo grado que a las mujeres, detesta a los niños -la esclavitud por excelencia, según sus palabras-, y afirma sentir horror por la maternidad, una verdadera carnicería como reconocen, dice, las mujeres que no son hipócritas.
Como acabo de decir, fue la muerte de su amigo inglés la que actuó de catalizador que impulsó a Gabrielle Wittkop   a escribir ficción en francés. Su narrativa explora los meandros más lóbregos y estremecedores de la condición humana y pretende desempeñar una función psicoanalítica echando luz sobre nuestros territorios sombríos y laberínticos. Su obra narrativa tiene como hilo conductor la sutura del amor y de la muerte.
El Necrófilo, el regalo que le hizo a su amigo inglés, es un libro escrito como al dictado, en estado de trance y supone una verdadera innovación en el género erótico, al introducirse en la piel de alguien que practica sexo con cadáveres. Una historia de amor contada a través del diario de un necrófilo, un hombre que, poco a poco, se va enamorando de seres inanimados. El Necrófilo es una historia de amor melancólico, triste y eterno. El protagonista experimenta en sus prácticas necrófilas, sobre todo, una enorme amargura, porque debe separarse inexorablemente de los seres a los que ama, los muertos con los que copula.
La autora defendía que describir la sexualidad necrófila no es ningún acto de brutalidad, ya que los mecanismos de cualquier tipo de coito son inmensamente rudimentarios y, por otra parte, su protagonista se implica de lleno con todo su ser en el amor a los cadáveres. Tampoco es la primera vez en la que se relacionan sexo y muerte. Es suficiente con leer Los ciento veinte días de Sodoma de Donatien de Sade para darnos cuenta de que G. Wittkop tiene razón. No es pues esta la primera fabulación sobre una de las más obscuras formas de erotismo, la necrofilia. El hecho más significativo es que haya sido una mujer la que haya tenido la habilidad y el coraje para profundizar en el alma del necrófilo, haciéndolo además de la única forma que admite el tema: mostrándolo mediante una escritura de gran calidad literaria, sin por eso esquivar la crudeza inherente al tema.
El anticuario acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, relata sus tétricos y lóbregos encuentros con mujeres jóvenes, fáciles de poseer, o rebeldes. Pero todas tienen en común la misma piel cetrina, el mismo color de cera, los mismos labios mudos, el mismo sexo glacial. Sin embargo el necrófilo no es un ser solitario. Se relaciona con otros necrófilos y con ellos comparte impresiones y vivencias. No obstante, el suyo es un placer peligroso, un juego dulce pero maldito. Gabrielle Wittkop convierte en objetos de predilección la descomposición de los cuerpos, la agonía, la necrofilia. Y con el instrumento de una “poesía in extremis”, es capaz de elaborar toda un arte del amor hecho a lo cadáveres, con un inverosímil inventario de olores y reacciones orgánicas, ligadas a los periodos  de descomposición de los cadáveres. A pesar de esto, El Necrófilo es esencialmente una novela sentimental.
Un juego e muerte se convierte igualmente en núcleo temático de Serenísimo asesinato, una de las últimas piezas narrativas de esta “petite fille” de Sade, que escribió este libro con más  de ochenta y tres años. El escenario es la Venecia terminal y decadente de finales del siglo XVIII, que quema sus últimos fuegos de artificio en medio de un clima cada vez más envenenado, bajo la mirada omnipresente del control policial y Bonaparte marchando sobre la ciudad; “Io sarò un Attila per lo stato veneto!” En el marco de esta prolongada agonía de la Serenísima, Gabrielle Wittkop engarza una historia tan turbia como las propias aguas de Venecia, porque el corazón humano es aún mucho más laberíntico que la ciudad de los indescifrables y pútridos recovecos. “Se mata mucho ene esta villa. Se asesina sin pausa en el laberinto del Minotauro…Es algo que acontece todos los días”.
En la víspera de la caída de la ciudad de los espejos, mujeres repletas de veneno explotan como odres. Entre ellas, las cuatro sucesivas esposas de Alvise Lanzi.Y a pesar de que la autora resuelve el enigma en el desenlace, no es esta una novela negra, sino el retrato de Venecia, la gran protagonista, en el tránsito hacia su decadencia. Una Venecia apresada en los fastuosos decorados de los cuadros de los pintores Pietro Longhi, Guardi y Tiépolo el Joven. De ahí que Gabrielle Wittkop despliegue una estética de la exageración, llena de sensaciones, de olores, de sonidos y de colores. El lenguaje flamante o deliciosamente odioso de esta vieja dama  retrata una Venecia malva y dorada, cubierta  muchas veces por un cielo plúmbeo. Y en las tinieblas laberínticas, el grito extraño y cruel de la muerte.

Francisco Martínez Bouzas


Gabrielle Wittkop

Fragmentos

“Tiene senos periformes, pero muy duros, pequeñas nalgas de efebo, caderas estrechas y, en cambio, unos hombros nobles y un cuello grácil. Podríamos decir que sus manos son de vieja porque son huesudas. Le gusta separarse las ninfas entre risas con el índice y el dedo medio. Baila desnuda  a través de la habitación. Le encanta beber en la cama. Cuando ha sudado, su piel se cubre de una película nacarada y empieza a despedir olor a caza. Le gusta hablar mientras hace el amor, decir cosas duras y licenciosas como ella misma. Sabe zurcirse los encajes. Tiene una gran polvera malva y tres frascos de un elixir secreto. Sabe hacer que la gente se trague sus mentiras, con la misma destreza con que el sacamuelas impone su labia. La luz de la lámpara está atenuada. Por alguna parte golpea una rata. El agua gorgotea. Están  acostados, inmóviles uno junto al otro, con la vista clavada en el techo pintado. Se oye el deslizar de una barca por el río San Barnaba. Se oye crujir el entarimado del pasillo”

…..

“La condesa Cataneo espera un hijo del nuncio apostólico. El embajador de España abraza a su bardaje Campos en público. Se saluda muy por lo bajín a las putas en la calle. Un proxeneta vive de una monja profesa de setenta y siete años. Un sacerdote juguetea en la ventana con una ramera que le atiza fuertes golpes con el abanico en la nariz. Los pobres trafican con sus hijos de temprana edad, mediante contrato redactado ante notario. Si uno no se juega hasta sus propios guiñapos, a riesgo de tener que regresar desnudo, siempre se puede jugar a la mujer-. Los expedientes de la Inquisición rebosan notificaciones y condenas por desenfrenos juveniles, violencias, seducciones, comercios escandalosos, ofensas conyugales, disipaciones insensatas. Las mercancías están por las nubes, la miseria ex extrema. Bonaparte marcha sobre Italia”

(Gabrielle Wittkop, Serenísimo asesinato, páginas 109, 116-117)

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