jueves, 27 de agosto de 2015

RUMBOS DE LA CRÍTICA LITERARIA





      La palabra “crítica”, al menos en las principales lenguas occidentales, tiene el significado de “examinar, analizar, discernir, evaluar o dictaminar”. La excepción es seguramente el alemán, idioma en el que el término “crítica” arrastra una carga semántica peyorativa o despectiva: evaluar equivaldría a devaluar, y dictaminar, a emitir una condena, lo que dificultó la labor de críticos como Lessing o Marcel Reich-Ranicki que se comprometieron a hacer alegatos a favor de la crítica como institución, defendiéndola y luchando por su reconocimiento, a pesar de que, en opinión de Reich-Ranicki, la crítica alemana “languidece y se consume lentamente”.

   Por mi parte siempre pensé que el crítico, el que es verdaderamente crítico, practica un género de opinión con la finalidad pragmática de orientación del lector. Mediante el empleo de bases e instrumentos de delineación literaria, el crítico orienta su labor crítica hacia la emisión de un juicio orientativo más o menos profundo, claro y explícito que ilustre al lector sobre las bondades o maldades de un determinado producto literario.

   La crítica, como elemento decisivo e imprescindible en cualquier forma de vida intelectual, como apunta Reich-Ranicki; nunca debería de estar en crisis ni ser cuestionada. Entrará en crisis si deja de ser crítica y se convierte en otra cosa. Hace apenas tres meses, la narradora Sara Mesa publicaba un breve artículo en El País  que hace saltar todas las alarmas: “Todo está en crisis, dicen, y la crítica literaria no se salva de la quema. La inmediatez periodística, las reglas del mercado -¡los libros son mercado!-, las condiciones de trabajo -no pagar, o pagar muy poquito-, todo contribuye a que muchos críticos hoy día critiquen sin leer. O más bien, sin leer el texto -el libro-, pero sí lo que viene a llamarse el paratexto -la solapa, la contraportada, la nota de prensa, las entrevistas y las críticas previas- , a ver qué dijeron otros antes, a ver por dónde va la cosa.” Por cierto, algo similar, aunque con una connotación totalmente positiva, escribió Virginia Woof del crítico romántico William Hazlitt: “Es uno de esos raros críticos que han pensado tanto que pueden prescindir de la lectura.”

   En este estado de cosas, me parece oportuno recordar algunas de las funciones o caminos que se le han atribuido a la crítica literaria, o que se le han propuesto como rutas. Así como formas -algunas canónicas, otras no tanto- de practicarla. Un texto de referencia será la obra  Sobre la crítica literaria que Marcel Reich-Ranicki (1920-2013), conocido como el “papa de la crítica alemana”, escribió en 1970, traducida al español y editada el pasado año por la barcelonesa Editorial Elba. Los juicios de Reich-Ranicki como crítico  eran temidos por editores y escritores, entre ellos Günther Grass, Martin Walser o Peter Handke.                                                                          


   Comienzo por los llamados por Reich-Ranicki “los domingueros de la crítica”, es decir, la crítica sumamente benevolente. Reseñas o comentarios que aparecen, por lo general, en los suplementos de fin de semana y en ellas  sus autores se dedican a describir elogiosamente las obras de sus amigos o colegas, o las de las editoriales con las que tienen una especial relación, cayendo en la sobrevaloración desmedida y en la impertinencia del elogio inmerecido. Ya en 1755 detectó este tipo de crítica Christopher Friedrich Nicolai: “Los errores de la crítica -escribía- no han sido ni de lejos tan dañinos como los elogios que se prodigan los autores entre ellos”. Lo haría más tarde Robert Musil  que en 1933 se quejaba de que se ha dejado la crítica de libros en manos de gran parte de literatos que se elogian entre sí. “Sociedades de elogios mutuos”, llamaba a este tipo de crítica Kurt Tucholsky. Y similar es la tesis de Georg Lukács: “En general para el escritor una «buena» crítica es aquella que lo elogia a él o censura a sus rivales; una «mala» crítica, la que reprocha algo a él o favorece a sus rivales”. No todo el mundo, sin embargo, está de acuerdo  con la falta de objetividad profesional de un escritor a la hora de ejercer cómo crítico. Menciono, por ejemplo, a un prestigioso crítico español, Robert Saladrigas, cuya opinión reproduzco en uno de los fragmentos conclusivos.

   En el polo opuesto, al menos en términos lingüísticos, si situaría la llamada crítica negativa, cuyo representante más emblemático es precisamente Marcel Reich-Ranicki, aunque la legitimidad de tal postura a la hora de criticar libros ya fue defendida entre otros por C. F. Nicolai, Goethe o  Friedrich Schelegel: “La crítica es el arte de matar en la literatura lo que vive solo en apariencia”.  Es verdad que las críticas de Reich-Ranicki destrozaron a algunos libros, El tambor de hojalata de Günter Grass entre otros. El judío polaco, crítico de cabecera del Frankfurter Allgemeine Zeitung, escribía en realidad y como norma general críticas ponderadas, con un marchamo individual y subjetivo, como cualquier otro crítico, pero no ocultaba la obligación del crítico, y él la ponía en práctica,  de “diagnosticar epidemias y expedir partidas de defunción”. Y en efecto, muchas de sus críticas fueron demoledoras, pero otras muchas, elogiosas, entre ellas a un libro de Günter Grass, Encuentro en Talgte (1979). Reich-Ranicki creía en la misión profiláctica de la crítica y para ello comenzó a criticar libros diciéndole a la gente de forma simple y llana lo que pensaba de un determinado libro. No obstante, en la elevación de su gusto subjetivo a un juicio de valor estético, nunca cupieron  ni el varapalo gratuito, ni la ambigüedad elusiva, ni las reseñas abstractas, ni tampoco la cortesía ecuménica.

   
                                                     


 Otro de los rumbos que marcan las rutas de algunos críticos, es el comentario contracanónico o desacralizador, que está tomando carta de naturaleza en nuestros días. Vienen a mi mente el libro de Frédéric Beigbeder, Último inventario antes de liquilación y el más reciente, Libros peligrosos de Juan Tallón. F. Beigbeder comenta de una forma personal, libre y desacralizada, frecuentemente con frivolidad, inconsecuencias y humor (“para superar el efecto intimidatorio que producen las grandes obras de arte”) los cincuenta libros del siglo XX escogidos por los lectores de Le Monde y FNAC. Quizás obras maestras, pero que, a su juicio, odian ser respetadas, prefieren vivir, es decir, “ser leídas, machacadas, contestadas, manoseadas.” Mucho más inteligentes, aunque no exentas de una mirada cínica y a veces un poco golfante, son las cien reseñas que Juan Tallón hace de otros tantos libros. Comentarios muy lúcidos, más también desacralizados, desenfadados, escritos con mucha chispa, mas también con rigor, que tienen la virtud de poder encerrar en una sola línea o en un par de ellas la esencia de una obra (“La escritura de Carver transita por pasadizos inciertos y hábilmente accidentados”, “Cada comienzo de sus relatos es una invitación a temblar” -escribe sobre Catedral de Raymond Carver, una misa para muchos.)

   Y entre unos y otros nos situamos aquellos que estamos unidos por el común denominador de pretender ser intermediarios entre el libro y los lectores, ofreciendo nuestro punto de vista, juicios siempre subjetivos, huyendo a la vez del ajuste de cuentas y del slogan que se puede apreciar en solapas, contraportadas o bandas con las que las casas editoras pretenden ganar lectores. Los textos de Fernando Aramburu y Armando Requeixo que reproduzco, señalarían esos rumbos.


Francisco Martínez Bouzas


Textos


“Detesto las normas, los cánones y los consejos vengan de donde vengan. ¿Quién los dicta, desde qué pretendida altura y con qué propósito? Lo que es útil para uno puede no serlo para otro. ¿Qué tiene en común Updike con Edagar Allan Poe, con Foster o con Coetzee? Cada uno representa un concepto distinto de la estética literaria. En el mundo del arte no hay reglas. Por fortuna es un espacio de libertad que es, o debería ser, de libertad absoluta. Por otro lado, no creo en el mito de la objetividad. ¿Desde cuándo he de ser objetivo ante una tela de Matisse o leyendo e intentando desentrañar los significados de un poema de Verlaine? Y ¿quién mejor que un escritor para intentar, eso sí, mediante un ejercicio de honestidad, entender las claves de otro escritor?”

(Robert Saladrigas, Entrevista concedida al diario Público, 26 de octubre de 2013)

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Ignacio Echeverría

“¿Cómo han reaccionado sus amigos ante críticas demoledoras?

Nunca reaccionan bien. Dependiendo de la categoría humana del escritor, hay quien se lo toma con deportividad y hay quien no te lo perdona. En este sentido, el plano en el que resulta más difícil sostener la independencia del crítico es personal. Un crítico, al fin y al cabo, es un tipo que circula en el medio literario, que es pequeño. Si eres crítico, hay cierta apuesta por la misantropía. Cyril Connolly, en Enemigos de la promesa, lo formula muy bien. Un crítico solo puede serlo hasta los treinta y pico años porque, a partir de entonces, el tejido de las relaciones que tiene en el mundo literario le impiden ejercer su independencia, ya no por un problema intelectual sino por un problema moral y afectivo. Pero creo que eso se puede sostener, todo depende de habilidades propias.”

(Igancio Echeverría, Entevista concedida al diario Público, 22 de noviembre de 2012)



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Quien se pronuncia públicamente sobre el trabajo de otros y no lo encuentra todo bello y bueno provoca que otros se froten las manos, pero de inmediato levanta la sospecha de ser un tipo malicioso que se deleita en enmendar la plana a sus congéneres.

En todas partes, es decir, también allí donde se reconoce plenamente la importancia de la crítica y se ve en ella un elemento decisivo de cualquier forma de vida intelectual, se la trata con cierta susceptibilidad, con un malestar más o menos encubierto; la relación con aquellos que critican o que incluso han hecho de la crítica su oficio no está en ninguna parte exenta de resentimiento y desconfianza. «Porque, del mismo modo que, para convertirse en un autentico mendigo, el más rico de los aspirantes deberá desprenderse de hasta el último centavo, así nadie podrá tampoco iniciarse como un autentico critico si no dilapida antes todas las buenas cualidades de su espíritu; lo cual, tal vez, aun por un precio menor, podría considerarse una mala inversión», afirmó Jonathan Swift en torno al año 1700.»

(Marcel Reich-Ranicki, Sobre la crítica literaria, Editorial Elba, Epílogo de Ignacio Echeverría, Barcelona, 2014, 144 páginas)



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“¡Basta ya de purismos! Sólo cuatro letras separan esta palabra del puritanismo. Aunque sepamos que en arte la competición no existe («Lo hermoso no devora lo hermoso. Ni los lobos ni las obras maestras se devoran entre sí», Victor Hugo dixit) nada nos impide divertirnos un poco clasificando, comparando, enfrentando entre sí a algunos genios que, en vida, se declararon frecuentemente la guerra. Un crítico es un lector como los demás: cuando da su opinión, favorable o desfavorable, sólo se representa a sí mismo, y ni siquiera eso, sólo a una de sus múltiples facetas contradictorias.”
(Frédéric Beigbeder, ¨Último inventario antes de liquidación, Editorial Anagrama, Barcelona, 2002, página 13)

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“Hace tiempo, José Martí Gómez me preguntó delante de cincuenta personas, por redondear, si los escritores éramos todos gilipollas. Ni siquiera dijo «casi todos», para salvarme. Me cogió en calzoncillos, y me derrumbé entre la multitud. Confesé que, si no todos, al menos en mi caso se podía afirmar que sí. Lo era. En cierto sentido es importante ser un poco gilipollas y creerse el mejor escritor del mundo, aunque  esa categoría no existe. Necesitas, muchas veces, perseguir sombras para llegar a algún lugar. Esa fe y constancia en tus sueños pueden ayudarte a alcanzar los puestos del medio. No es poco.”
(Juan Tallón, Libros peligrosos, Larousse Editorial, Barcelona, 2014, página 12)

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Fernando Aramburu

“Merece algo más que aplauso, merece agradecimiento el crítico que hace apetecible las obras valiosas; aquel que no se limita a descifrarlas con adusta terminología de profesor, sino que se toma la molestia de transmitir entusiasmo, humanizando generosamente sus textos críticos por la vía de exponer una parte de su condición de lector sensible; aquel, pues, que explica con precisión y claridad las razones por las que considera que una obra determinada repercute positivamente en él. Nada de lo cual es compatible con eslóganes del tipo: «lean sin falta la novela, no se la pierdan» y demás clichés del redactor de reseñas metido a mercader. Ni con la dejación intelectual de quien, para ponderar la calidad de un autor, menosprecia a otros. Ni con el lanzamiento de cohetes artificiales del tipo: «el mejor de su generación, el más grande de su época» y demás hipérboles de improbable demostración que, además, contribuyen a difundir y fijar los tópicos.”
(Fernando Aramburu, “Crítica de la crítica”, artículo publicado en el periódico El País el 13 de julio de 2013).

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“El crítico literario es un lector autorizado, que tiene una competencia lectora superior que proviene de su experiencia y / o conocimientos técnicos en la materia. Su visión del texto literario se sirve de elementos de descripción científico-literaria pero puestos al servicio de la emisión de un juicio de valor, de una valoración más o menos subjetiva del texto. La suya es, por lo tanto, una crítica inmediata, una crítica pública cuya misión es, fundamentalmente, la de informar y analizar panorámicamente, pero también la de valorar -con argumentos y justificación, por supuesto- los textos a los que se refiere, pues en la orientación del potencial público reside buena parte de su razón de ser.”

(Armando Requeixo, Tradución de un párrafo del trabajo “Crítica literaria galega: problemática y actitudes”, publicado en la revista Grial, octubre-diciembre, 2005, páginas 123-127)

lunes, 24 de agosto de 2015

ÚLTIMO INVENTARIO LITERARIO ANTES DE LIQUIDACIÓN



Último inventario antes de  liquidación

Frédéric Beigbeder

Traducción de Sergi Pàmies

Editorial Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 213 páginas.

(Libros de fondo)

    
  La necesidad de canonizar es inherente a la especie humana desde sus múltiples nacimientos, desde sus orígenes hominizadores  hasta el devenir contemporáneo. Y lo es porque, al canonizar, se expresa la permanencia o el anhelo de la misma. Lo hizo aquel animal dotado de sinrazón, bajado de los árboles, el hombre de Neanderthal  mediante la pintura, el grafismo parietal o el grabado sobre roca o sobre hueso, símbolos más o menos analógicos, con representaciones extremadamente precisas de seres vivos o de seres quiméricos e irreales. Su finalidad ritual y mágica (protección y conminación a la buena suerte), no descarta que esas imágenes y símbolos signifiquen además para sapiens una segunda existencia que se prolonga y perpetúa en el tiempo.

   Las religiones históricas han hecho algo muy parecido: canonizan a personajes ilustres, “santos”, escritos, los textos de los fundadores para convertirlos en modelos estables e inmutables.

   A nivel literario, especialmente en la época actual se ha hecho y se hace algo muy similar: la necesidad, acrecentada al final de etapas históricas o en el cambio de siglos o milenios, de seleccionar con criterios dispares cánones literarios, fruto de gustos colectivos o personales, casi siempre ideológicos o defensores de una teoría literaria. Catálogos de libros “preceptivos”, antologías de relatos, de poemas “excepcionales” a los que se les considera que deben perdurar, que deben incitar una larga vida lectora. Existen en todos los sistemas literarios. Sin embargo, las verdaderas listas canónicas, en el campo literario, se pusieron de moda a partir de la publicación, en el año 1994 de la obra sumamente polémica The Western Canon de Harold Bloom, traducida  al año siguiente por Editorial Anagrama. Otro intento canónico del profesor de Yale fue Stories and Poems for Extremely Intelligent Children of All Ages (2001), Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades en la traducción y edición española de 2003. Sin duda, otra lista canónica igualmente controvertida.

   También del año 2001 es la propuesta canónica, esta vez de origen colectivo, que presentó Frédéric Beigbeder, Último inventario antes de  liquidación: agudas y sabrosas reseñas de los cincuenta mejores libros del siglo XX, seleccionados por seis mil lectores que contestaron a la encuesta llevada a cabo por el periódico Le Monde y la FNAC. El número 1, El extranjero de Albert Camus; el 50, Najda de André Breton.

   No resulta difícil entender el carácter chauvinista, casi exclusivamente francófono, de este catálogo de los cincuenta mejores libros del siglo XX. Entre las preferencias de los franceses no figura ninguna muestra de la literatura portuguesa. Cien años de soledad es la única fabulación que nuestros vecinos eligieron entre las literaturas hispánicas.

   El canon de Le Monde no está elaborado desde ninguna opción ideológica ni teoría literaria, sino desde la perspectiva y los gustos lectores de los que eligen: francesas y franceses de nuestros días que leen lo que les resulta más cercano, que se convierte para ellos en lo más representativo. Lectores corrientes en el sentido que a esta expresión le dieron Samuel Johnson y Virginia Woolf.

   Acompaña a la lista canónica de los lectores franceses un plato bien gustoso: las recensiones críticas que Frédéric Beigbeder hace de estos cincuenta títulos. El autor de varios best-sellers franceses (13,99 euros, El amor dura tres años, Una novela francesa…) efectúa una lectura de estos cincuenta libros como si hubiesen acabado de salir del horno y los comenta críticamente de una forma contracanónica; es decir, de una manera personal, libre, desacralizada. Con frivolidad e inconsecuencias, perseguidas a propósito. Con humor, con falta de respeto, “porque las obras maestras odian se respetadas”. Burlándose, emocionándose, siendo breve y conciso en sus comentarios acerca de lo que realmente son estos cincuenta libros famosos. Miradas vivas proyectadas sobre los cambios y catástrofes que conforman nuestro tiempo.



Francisco Martínez Bouzas



                                                      
Frédéric Beigbeder

Fragmentos



“Cien años de soledad rodó cuesta abajo desde Colombia en 1967 como un terremoto. Podemos afirmar sin riesgo  a equivocarnos que hay un antes y un después de este libro en la historia de la literatura del siglo XX: desde entonces, les hemos tomado gusto a las novelas latino-épicas, de alto contenido colorista, personajes delirantes, con escenas extravagantes y tropicales. Por otra parte, resulta curioso constatar que, a menudo, las grandes novelas de nuestro siglo se fundamentan en un deseo de condensar el universo: la jornada de un alcohólico en Dublín, la vida de un edificio parisino o, en este caso, cien años de un pueblo colombiano imaginario, aislado del resto del mundo, llamado Macondo.(…)

Angelo Rinaldi exagera cuando dice que este libro debería haberse titulado Cien años de insipidez, aunque siempre resulta divertido poner nervioso a Jean Daniel. El sargento García Márquez sigue vivo, obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1982,y muchos escritores barrocos le deben todo. José Saramago, Günter Grass o Salman Rushdie, los dos primeros novelizados, el último nobelizable. Moraleja: escribid novelas largas y farragosas y tendréis más posibilidades de ganar el Nobel que parafraseando a Marguerite Duras.”



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“El número 1 de esta clasificación de 50 libros del siglo, elegido por los votos de 6.000 franceses, no soy yo, pero me importa un bledo, ni siquiera me siento ofendido, ya formaré parte del Primer inventario del siglo XXI, ¿verdad? ¿Ah, no? ¿Tampoco?

Hay que subrayar que nuestro gran triunfador tranquilizará a los vagos: una novela muy corta (124 páginas, letra grande). No es necesario deslomarse, pues: se puede escribir una obra maestra sin tener que emborronar miles de páginas como Proust. Obra maestra que podemos leer en media hora de cronómetro. Otra buena noticia: el número 1 de nuestra lista es una primera novela. Y, por último, malas noticias para los xenófobos: la novela preferida de los franceses se titula El extranjero. (…)

Y es que para Albert Camus (1913-1960), la vida es absurda. ¿Por qué todo esto? ¿Para qué? ¿Por qué esta crónica inútil? ¿No tenéis nada mejor que leer este libro? Todo es vanidad en este bajo mundo (Camus es el Eclesiastés según un pied-noir). Esta taciturna lucidez no le impidió a Camus aceptar el Premio Nobel de Literatura en 1957 (a los cuarenta y cuatro años, lo que le convertía en el laureado más joven después de Kipling). ¿Por qué? Porque resumió su existencialismo en un lema muy sencillo: «Cuanto menos sentido tiene la vida, más vale la pena vivirla.» Nada tiene sentido, ¿y qué? ¿Y si la «inevitable felicidad» consistiera en eso? Contrariamente al rechazo esnob de Sartre, siete años más tarde, que confiere importancia a la recompensa, Albert Camus acepta el Nobel precisamente porque se burla de él. Uno puede burlarse del universo, y aceptarlo de todos modos, incluso amarlo. O eso o suicidarse sin más demora, ya que éste es el único «problema filosófico realmente serio».”



(Frédéric Beigbeder, Último inventario antes de liquidación, páginas 87-89, 111-112)

sábado, 22 de agosto de 2015

"CUATRO POR CUATRO": LAS CLOACAS DEL MAL



Cuatro por cuatro

Sara Mesa

Editorial Anagrama, Colección Compactos, Barcelona, 2015, 270 páginas.



   No es su primera pieza literaria. Dos novelas, dos libros de relatos y un poemario en su haber, pero fue Cuatro por cuatro, finalista en 2012 en un certamen tan prestigioso como el Premio Herralde de Novela, la obra que proyectó su nombre en el mundo literario; y ha convertido a Sara Mesa e una de las figuras emergentes de la narrativa en castellano que se publica en España. Después vendría Cicatriz (2015), la confirmación de su alternativa como gran narradora. Cuatro por cuatro, pese a su complejidad narrativa, es una novela sobresaliente en la que Sara Mesa hace aflorar mundo subterráneos intensamente turbios a los que les sabe extraer un buen partido literario.

   Cuatro por cuatro, editada este verano en la colección Compactos de Anagrama, es una historia de cloacas en un colegio de lujo, un internado aislado, incomunicado con el exterior que acoge, con un número de plazas siempre fijo, a la crème de la crème: hijos de ministros, grandes empresarios, actores, mafiosos, pero también a los “especiales”, alumnos y alumnas becados porque sus padres trabajan en el internado. Un modelo educativo basado en una pretendida formación de excelente calidad, con segregación por sexos, y unas reglas que alguien estableció, que no están escritas en ninguna parte y nunca se definen del todo. Y mientras la oposición a las mismas no se visualice y llame la atención, se tira para adelante sin problemas, porque lo que cuentan son las apariencias y nada es lo que parece. Es el Wybrany College, el colich en la narración, minúsculo pero representativo epicentro de un mundo jerarquizado, turbio y cargado de soterradas luchas por el poder.

   Sara Mesa arma la novela en dos partes asimétricas, estructuralmente muy distintas entre sí. En la primera, “Nunca más de doscientos”, nos sitúa en el colich y nos presenta a los principales personajes, así como las interacciones entre ellos. Dan cuenta de ese clima interior Celia, una alumna becada que no se encuentra a gusto e intenta una fuga con otras tres compañeras, El Guía y un narrador omnisciente que aclara no pocas cosas. Una alternancia de voces que nos permite conocer al Director, a la Culo, al Guía, una especie de orientador y, sobre todo, sus tejemanejes  que llegan hasta la humillación. Y  a varios de los alumnos y alumnas: sus juegos, sus servidumbres sin excluir las sexuales.

   En la segunda parte, “Diario de un sustituto”, desaparece la mirada juvenil -solo estarán presentes los ojos chulescos de los alumnos resabidos-, y un profesor sustituto que usurpa la identidad de un ex cuñado, en cincuenta y seis entradas escritas a modo de diario, ofrece al lector su visión del colich y de muchos de sus actores, repleta de interrogantes, indecisiones y dudas con relación a lo que él percibe de ese microcosmos sutilmente opresivo. Con un único método educativo basado en la subsistencia, sin grandes referencias, pero minúsculos descubrimientos, nace en él la necesidad de conocer lo que pasó con el profesor al que sustituye. La novela toma entontes el cariz de una investigación que, sin llegar exactamente a ser un thriller, se convierte en una indagación psicológica, una intriga existencial, según la autora, que le permite adentrarse en algunos de los ocultos secretos que el mismo Director le revela: el comercio sexual con niñas becadas, un cauce subterráneo para que todo discurra con normalidad. Y el teatro de los horrores: los suicidios de algún alumno y docente, asesinatos espeluznantes que comienzan a asentarse en el colich. La degeneración sin paliativos que, en un epílogo metafórico, niega la dignidad humana de esas niñas encerradas en un espacio de cuatro por cuatro donde son vejadas y humilladas.

   Cuatro por cuatro no es una novela sobre buenos y malos, aunque sí una novela sobre el mal que se despliega en múltiples formas; entre ellas la negación del ser, que se dispersa a través de las cloacas que funcionan con el ritmo y las características de su naturaleza: “…el olor del agua rezuma de vez en cuando, su rumor nos apela; pero nunca se ven, nunca se habla de ellas, jamás existen” (página 217). Un mundo subterráneo, turbador e hipócrita, imagen de al sociedad actual deshumanizada, que  a la vez nos cobija y nos aísla, nos incomunica como el Wybrany College. Sobre ese mundo soterrado la autora proyecta, con habilidad y eficacia, una mirada quizás perversa, pero muy realista, en un tejido narrativo construido a base de insinuaciones, un lenguaje depurado, pero en el que la voz de la narradora se diluye ante una trama intensamente intrigante; con acuidad radiografía a sus personajes a los que no describe, los deja actuar, los deja hablar y ello los hace creíbles a pesar de sus aberraciones. Si en Cicatriz, su última novela, la sustancia maloliente anida en la mente de un maniático y  en la de su pasiva víctima, en Cuatro por cuatro, circula a través de la ocultas relaciones de los ejercen el poder en una inmensa espiral de silencios, dominación; en un ambiente laberíntico y claustrofóbico con apariencias de gran libertad.



Francisco Martínez Bouzas



                                                      
Sara Mesa

Fragmentos



“La Culo visita al Director cada tanto en su despacho, a veces avisando y otras muchas sin avisar.

Vuelve de  las vistas con la pigmentación del rostro alterada; sobre los pómulos se le dibujan unas venillas finas y zigzagueantes, Suele tener también los ojos muy brillosos, aceitados, y los andares tambaleantes de mujer borracha.

Lo que sucede dentro del despacho a nadie más concierne que a ellos dos, pero recorre la  rutina del colich como una marea subterránea, marcando inexorablemente sus vaivenes. Todos los que están en el colich -sean profesores, sean alumnos- sienten la resonancia de esa relación más o menos secreta.

Entre esas paredes, la Culo se humilla mientras el Director permanece impasible o esnifa cocaína. La contempla repantigado en su sillón, con los brazos cruzados sobre el pecho, y le habla lentamente. Sus frases son cortas, lacerantes, y no las prodiga demasiado:

-Es tan triste mirarte. Es lamentable, además de inútil. Estás podrida, ¿sabes? Estás corrupta. Lo que hay en tus venas es solamente pus. O veneno.

Disfruta del espectáculo, del obstinado silencio de ella. Un rato -cinco minutos, media hora- o toda la tarde. Ella no tiene prisa. Él le indica lo que tiene que hacer, cómo debe ponerse. Ella obedece, se somete sin protesta. Sólo vomita sus reproches después, cuando se viste sin siquiera haber sido rozada.”



…..



“El sol es tan fuerte que alcanza hasta allí dentro. El metal de la cisterna destella y los azulejos tienen un brillo que deja ver las marcas de humedad.

Héctor le da un pescozón y él ya lo sabe cómplice.

Se baja el pantalón. Ignacio siente la rigidez del cuello por la prohibición que él mismo se impone de no mirar abajo.

Luego la voz de Héctor, ronca y apremiante:

-Chúpamela.

Pasan unos segundos, sólo unos segundos, antes de que Ignacio se agache.

Ahora es su saliva lo que chasquea, pero también el agua que sigue cayendo en el lavabo, el sonido jugoso del agua, un canto casi alegre que le marca el ritmo, e Ignacio que se siente protegido por las puertas de hierro, donde nadie lo ve, donde no suple a nadie, donde de pronto tiene un papel protagonista, los otros a lo lejos.”



…..



“Vistos los resultados -calma y silencio-, en la siguiente clase hice lo mismo y en la otra y en la otra, hasta terminar con los cuatro grupos que tengo encomendados -dos de niños, dos de niñas.

Me resultó increíble haber sorteado la mañana sin escollos.

En el fondo, me doy cuenta, ser profesor es fácil. Uno entra en clase, decide qué hay que hacer y ellos lo hacen.

Los alumnos esperan órdenes con una resignación propia de ganado, pero de ganado bien criado, satisfecho. Cuando uno se acerca a la puerta del aula sólo oye un revuelillo, y al entrar la mirada quizá desconfiada, pero siempre sumisa. Uno habla y ellos escuchan. Uno ordena y ellos obedecen.”



…..



“La chimenea crepitaba. El Sr. J. (el Director) añadió un par de leños más y atizó con indolencia.

Creo que fue después cuando me habló de las niñas.

Me dijo que había niñas a nuestra disposición, si las necesitábamos.

Tartamudeé. Quise pensar que estaba hablando en broma.

-¿Niñas? -dije.

Bueno, llamarlas niñas es exagerar un poco -dijo- Todas son ya mayores de edad, y por supuesto están más que experimentadas. No estamos estropeando ninguna manzana del cesto. Más bien al revés, las sacamos antes de que pudran al resto.

Tardé tiempo en saber que estaba hablando en serio. Pero ¿por qué me hacía esa confidencia? Quizá el planteamiento era legal, pero sin duda podía ser utilizado para hundir la reputación de cualquiera, aún más la del director de un centro educativo de lujo (…)

Ni siquiera argumenté nada en contra. Sólo alcancé a preguntarle detalles. Él me los dio con naturalidad. No, las niñas no tenían relación directa con el colich. Alguna, quizá, sí, había sido alumna en el pasado, pero siempre del grupo de las becadas, aquellas que llegaban ya maleadas y no eran capaces de adaptarse al excelente ritmo de las otras. A veces también contaban con varones. La oferta era tan variada como la oferta, añadió.

Abusos, agresiones, drogadicción, alcoholismo: gracias al colich ellos podían ser salvados de todo eso. Es sólo un intercambio, un comercio sano, higiénico, en el que ambas partes salen beneficiadas; siempre existió; no lleva  a ninguna parte negarlo.

Sonreía. Sus palabras poseían una textura limpia, razonable.”



(Sara Mesa, Cuatro por cuatro, páginas 39-40, 67, 116, 192-193)