jueves, 31 de marzo de 2016

IMRE KERTÉSZ, LA ÚLTIMA MEMORIA DEL HOLOCAUSTO

Campo de exterminio de Auschwitz


   Un correo remitido a primera hora de la mañana por Acantilado, el sello barcelonés que edita sus obras en español, me informa del fallecimiento de Imre Kertész (Budapest, 1929-2016). El escritor de 86 años fue, en el año 2002, el primer Premio Nobel húngaro, y era hasta hoy la última memoria viva del Holocausto. Un escritor prácticamente desconocido en Occidente hasta que la Academia sueca le otorgó el Nobel porque fue capaz de confrontar la frágil experiencia del individuo contra la bárbara arbitrariedad de la historia. Al igual que Primo Levi, otro superviviente del exterminio, entendió los campos de concentración como una siniestra señal de peligro. En los dos brotó en los días del Lager la necesidad interior de dar testimonio, de hablar a los “demás” para que supiésemos lo que aconteció y jamás olvidemos lo que el hombre fue capaz de hacer con el hombre. Como Primo Levi, Imre Kertész reconoce que ninguna lengua cuenta con las suficientes palabras para expresar la ofensa recibida por la humanidad en los campos de exterminio: el aniquilamiento del ser humano. Pero al igual que el escritor italiano, cuyo cuerpo se precipitó en un día de abril de 1987 por una escalera, Imre Kertész no permitió que la desesperanza anidara en su alma y minara completamente sus deseos de sobrevivir en esos infiernos llamados Auschwitz-Birkeneau y Buchemwald, donde coincidió con Primo Levi. Los dos fueron liberados en 1945. Primo Levi fue uno de los veinte supervivientes italianos de Auschwitz. Imre Kertész, un simple número entre el medio millón de húngaros que convirtieron al magiar en la lengua más hablada en el campo de exterminio.

   El próximo día 6 de abril, Acantilado publicará La última posada, los diarios de Imre Kertész, el testamento literario del escritor y la culminación de su obra. En espera de poder leer el último esfuerzo artístico, el testamento visceral de un escritor gravemente enfermo, selecciono, como homenaje memorial del Premio Nobel húngaro hoy fallecido, algunas secuencias de las reseñas que en su día publiqué, en este Cuarderno de crítica literaria, sobre dos de sus libros: Kaddish por el hijo no nacido (1990, Acantilado, 2001) y Un relato policíaco (1977, Acantilado, 2007)



Kaddish por el hijo no nacido

Imre Kertész

Tradución de  Adan Kovacsics

Acantilado, Barcelona, 2001, 152 páginas

   La Academia sueca reconoce en la trilogía de Kertész (Sin destino, Fracaso, Kaddish por el hijo no nacido) la experiencia frágil del hombre contra la arbitrariedad desalmada de la historia. Arbitrariedad que dejó en el Nobel húngaro terribles cicatrices que hacen que el protagonista de Kaddish por el hijo no nacido rece para que no se produzca el nacimiento de un ser humano en un mundo que permite la existencia de horrores como los  de Auschwitz.
  La Academia sueca tenía una deuda con la literatura memorial de los campos en los que se consumó el genocidio. En Kertész, al menos de forma simbólica, se premia a otros testigos de la barbarie, entre ellos a Primo Levi, a Jorge Semprún (El largo viaje), a Roberto Antelme (La especie humana) y también a Jean Améry, Violeta Friedman o Paul Celan.
Imre Kertész es un escritor distante de su tierra e incluso de Europa. Se considera un ciudadano del mundo y no olvida que en su día fueron asesinados seiscientos mil húngaros y Occidente calló. Su primera novela después del Nobel, titulada Liquidación, fue su último libro sobre el Holocausto y, a la vez, una fabulación contemporánea que se desarrolla en la Hungría de la caída del régimen comunista.
   La obra de Kertész es enormemente compleja. Sus libros son muestras lúcidas de un autoanálisis doloroso, brutal y sin concesiones sobre el acontecimiento más traumático de la civilización occidental y del que él mismo fue víctima y ahora es testigo. Textos duros, filosóficos, existenciales, alejados del sentimentalismo, pero inmensamente perspicaces. Rezuman memoria y son una constante advertencia de cómo la gente, con frecuencia de forma inconsciente, se integra en la maquinaria del poder que exige sumisión y silencio. En la mente del escritor magiar, Auschwitz acabó únicamente porque cambió la suerte de la guerra, pero nunca ha existido en Occidente nada que pueda considerarse una negación fundamental de lo que fue y supuso el Lager siniestro.



Un relato policíaco

Imre Kertész

Traducción de Adan Kovacsics

Acantilado, Barcelona, 2007, 104 páginas



   En 1935 publicó Borges una de sus primeras obras, Historia universal de la infamia, en la que presenta las biografías de siete personajes de infausto recuerdo. Una colección de cuentos basados en crímenes reales. Los siete personajes que Borges describe ficcionalmente, brindan un ingenioso panorama de la iniquidad y del horror, extraídos de diversas realidades culturales y geográficas. Porque desde tiempos inmemoriales, seguramente desde que “homo sapiens” bajó de los árboles, la humanidad no ha cesado de experimentar en sus propias carnes las garras del horror. Desde Eibl – Eibesfeld (1970), sabemos que la sonrisa y las lágrimas son innatas en el hombre. También lo es la desmesura que impregnó el terreno de las pasiones más ancestrales y violentas: la destrucción, el asesinato, las carnicerías. Mas esta afectividad intensa e inestable de un ser, á la vez amoroso, furioso y violento, no siempre halló reflejo en sus propias creaciones simbólicas. Con frecuencia el “hombre sabio” enmascara su “ubris”, sus desmesuras en las relaciones con sus semejantes. En especial, cuando domina las armas del poder. Nuestro tiempo es testigo del silencio cobarde y vergonzoso de muchos que, en razón de la especial resonancia de su voz, deberían haber denunciado las locuras destructoras y gratuitas de sus semejantes. No es el caso, sin embargo, de dos narradores europeos, deponentes y referendarios inequívocos de la pavorosa destrucción del hombre por el hombre en el siglo XX. Son ellos: el premio Nóbel Imre Kertész y el escritor serbio Danilo Kis.

   Dos de sus obras acaban de entrar o regresar al mercado literario en lengua española de la mano de la editorial  Acantilado de Barcelona. Una breve ficción del Nóbel húngaro, Imre Kertész, Un relato policíaco y quizás la novela más conocida del escritor serbio, Una tumba para Boris Davidovich. Dos piezas narrativas que se centran sin concesiones en los grandes episodios de crueldad opresiva y genocida de los sistemas totalitarios del pasado siglo. Un pasado que no solamente explica el presente sino que lo mancilla.

   En sólo dos semanas salió de la pluma de I. Kertész, Un relato policíaco.  Una obra breve escrita paradójicamente con la finalidad de eludir la censura. El escritor húngaro, sobreviviente de Auschwitz, escribe en efecto esta pequeña pieza en 1976 como una especie de relleno que posibilitara la publicación de otra novela, El rastreador. El comunismo gulash de la Hungría de entonces, cuyos censores eran los mismos editores, exigía un mínimo de diez octavillas en cada volumen que se publicase. Fue entonces cuando Kertész hubo de escribir a toda prisa la historia de Un relato policíaco, en la que, sin embargo, ya llevaba tiempo cavilando. El relato supero la censura porque todo en él era ficción, ficción que, por otra parte se desarrollaba en un pseudo estado suramericano  y, por consiguiente, podía ser leído de forma inofensiva en su país. El relato es muy anterior a la conocida frase que Kertész pronunció en 2002 al recoger el Premio Nóbel: “De Auschwitz solamente es posible escribir una novela negra”. Seguramente porque Auschwitz es la metáfora sangrante de la implicación del ser humano en la maquinaria totalitaria del terror, tal como le ocurre al protagonista de Un relato policíaco. Un tal Martens, un policía que se confiesa novato y que forma parte de los mecanismos torturadores  de un país imaginario. Poco antes de ser ejecutado, narra sus experiencias en el cuerpo de policía encargado de interrogar y torturar a los supuestos y, frecuentemente, imaginarios opositores del régimen. Pretende absolverse a si mismo de sus crímenes mediante la catarsis de la escritura de su propio diario. ¡El verdugo convertido definitivamente en víctima!

   Kertész narra pues desde el punto de vista de los torturadores, que confiesan trabajar a lo grande, sin rendir cuentas a nadie. Únicamente con la lógica de los sistemas totalitarios: al servicio no de la ley, sino del poder, confiando solamente en ellos mismos y en la fatalidad. Los interrogatorios, el trabajo sucio (“Como los que se ven en la películas, pero un poco más simples”) son la antesala del infierno. Pero Martens omite la descripción de ese infierno de la tortura, quizás como una forma de eliminarlo de su existencia.

   Estamos ante un relato breve. Sin embargo, como algún crítico ha recordado, nada de cuanto ha escrito Kertész desde que escapó del holocausto hasta recoger el Nobel, tolera el calificativo de breve. En Un relato policíaco se manifiesta el fabulador de pluma ligerea que escribe en el lenguaje atonal que caracteriza la escritura que Kertész emplea para describir el desgarro y el falso orden del mundo. Y es una lúcida introspección en las interioridades de los verdugos, capaces de convivir trivialmente con la tortura, a la vez que una agria parábola sobre los totalitarismos y su lógica salvaje.

Francisco Martínez Bouzas



Imre Kertész (fotografía de Georgius Kefalas)

Fragmentos



  "Y dejad de decir por fin, dije con toda probabilidad, que Auschwitz no tiene explicación, que Auschwitz es el producto de fuerzas irracionales, inconcebibles para la razón, porque el mal siempre tiene una explicación racional, es posible que el propio Satanás sea irracional, como lo es Yago, pero sus criaturas sí son racionales, todos sus actos se derivan de algo, igual que una fórmula matemática; se derivan de algún interés, del afán de lucro, de la pereza, del deseo de poder y de placer, de la cobardía, de la satisfacción de este o de aquel instinto, y si no, pues de alguna locura al fin y al cabo, de la paranoia, de la manía depresiva, de la piromanía, del sadismo, del asesinato sexual, del masoquismo, de la megalomanía demiúrgica o de otro tipo, de la necrofilia, qué sé yo de qué perversión de las muchas que hay o de todas juntas quizá, porque, dije con toda probabilidad, porque prestad atención, porque lo verdaderamente irracional y lo que no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien."



(Imre Kertész, Kaddish por el hijo no nacido)



…..



“Dos horas más tarde estábamos acodados con Díaz en el alfeizar. Era una ventana neoclásica, del estilo de la Sede. Desde lo alto se veía un patio estrecho. Una hilera de postes se alzaba a uno de sus lados. Los Salinas, padre e hijo, estaban atados a sendos postes. Frente a ellos esperaban dos destacamentos de la compañía de guardia: el pelotón de fusilamiento.

-Desagradable- dijo Díaz con una mueca. Estaba de ese humor sombrío que a veces se adueñaba de él en las horas de inactividad-. Nuestra profesión es arriesgada -continuó reflexivo-. Hoy estás aquí arriba en la ventana y mañana, quién sabe, tal vez abajo, atado a uno de esos postes.

En ese momento se produjo una descarga cerrada. ¿Me estremecí? No lo recuerdo. Sólo sé que de pronto sentí los ojos de Díaz clavados en mí.

-¿Tienes miedo?- preguntó. Su rostro liso estaba radiante, lleno de desvergonzada curiosidad. Me dieron ganas de propinarle un bofetón. Yo sabía ya entonces que llegaría el momento de su huida, que lo buscarían en vano, que no lo atraparían nunca. Que sólo me pillarían  a mí, es decir, a la gente como yo.

-¿Miedo de qué? - pregunté a Díaz.

-Pues –respondió, señalando con un gesto de la cabeza el patio, donde los Salinas colgaban de sus andaduras como sacos vacíos- ¡de eso!

-No tengo miedo de eso- dije encogiéndome de hombros-. Solo del largo camino que conduce hasta allí.

Pues sí, por aquellas fechas era todavía un novato, como he dicho.”



(Imre Kertész, Un relato policíaco, páginas 103-104)

martes, 29 de marzo de 2016

"LA TIERRA QUE PISAMOS": LA ANCESTRAL RELACIÓN CON LA TIERRA



La tierra que pisamos

Jesús Carrasco

Editorial Seix Barral, Barcelona, 2016, 270 páginas



    Se ha escrito, y es verdad, que la gabela del éxito se incrusta en las expectativas que de él se derivan. Intemperie, el afortunado y deslumbrante debut de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972) en 2013 creó múltiples esperas curiosas y deseosas de leer el segundo libro del autor, para el que prometía intensidad y tensión en el lenguaje. Intemperie, en efecto, una historia repleta de simbolismo, extremadamente austera, no solo obtuvo múltiples galardones y fue traducida a numerosas lenguas, sino que significó un soplo de aire fresco en la narrativa española. Un libro que, por su riqueza formal, fue comparado con la escritura de Delibes, y por su fuerza con la Cormac MvCarthy, especialmente con La carretera. Para no pocos lectores, aún reconociendo que En la tierra que pisamos existen componentes de buena literatura, esas expectativas resultaron malogradas.

   Como en Intemperie, la nueva novela vuelve alejarse de los espacios urbanos y su historia se desarrolla en un escenario rural, posiblemente porque fue en esos espacios donde creció el autor y donde se localizan las cosas que de verdad le importan.

   La novela tiene mucho de utopía negativa que en cierta medida recuerda a la ciudad platónica de las leyes y del orden. También por las páginas de este libro resuenan soflamas de los invasores: en una ciudad (estado) así formada, se hallará la justicia mucho mejor que en cualquiera otra parte. Una ucronía distópica pues enraizada, a pesar de su indeterminación temporal, probablemente a principios del siglo XX, con una España anexionada -los invasores hablan de hermanamiento- por el Imperio, un poder innominado que parece un correlato de Alemania. Y que pivota sobre tres ideas-eje: la empatía con el extraño, el desconocido, que llega a convertirse en complicidad; la violencia, la brutalidad, el desgarro, la opresión asesina de las agresiones bélicas que en la novela se dejan sentir en tres planos históricos sobrepuestos: la Guerra Civil española (el cañoneo de Olivenza por las tropas franquistas, la concentración de republicanos en la plaza de toros de Badajoz para ser fusilados); el colonialismo europeo del siglo XIX en África; y especialmente la Segunda Guerra Mundial y la barbarie nazi, sobrentendidas, aunque nunca nombradas. Y la comunión con la tierra, quizás la quintaesencia de esta novela, y elemento al que agarrarse cuando todo nos  ha sido arrebatado.

   Narrada en gran parte en primera persona por la principal protagonista, Eva Holman, esposa de un inválido y dependiente coronel retirado del Imperio que se ha apoderado de Europa. En un lugar extremeño, Tierra de Barros, los militares jubilados disfrutan de una vida apacible en la colonia. Las ordenanzas de los invasores prohíben las relaciones con los “indígenas”. La narradora describe el ambiente del pueblo, cómo lleva de un lado a otro a Iosif su marido, poderoso, cruel y sanguinario al que odia, hoy reducido a la mínima expresión de lo que fue. Un día, un hombre se acerca al jardín de su casa y allí se instala, permanece impasible, ajeno a todo, envuelto en un capote de silencio que ahuyenta por igual la luz y la oscuridad. Solamente se muestra y aspira puñados de tierra como si los estuviese catando. Superado el temor inicial, la protagonista se interesa por este hombre. Poco a poco, mediante un complejo entramado temporal, iremos conociendo las terribles peripecias de Leva, el “indígena”, y de su familia. Episodios en los que explota el horror y que, sin nombrarlos, remiten a los campos de trabajo y exterminio nazis, con la violencia, no el azar, haciéndose cargo de los seres humanos. Así reconstruye y cuenta la historia del hombre escondido, víctima de un shock emocional, la protagonista; y poco a poco, sin apenas percibirlo, surge entre ellos la complicidad. Es una empatía por el hombre solitario que ella misma rechaza que sea piedad, sino un intercambio en el que él le entrega su piel para que sea ella quien la repare.

   Convivirá con el hombre del huerto a pesar de las represalias del Imperio, se verá obligada a medirse con él día a día, y, poco a poco, se irá cargando son su lastre, con su historia de penalidades. Y se sentirá culpable de saber que ha levantado su casa sobre la sangre de los suyos, de haber enarbolado las banderas del Imperio para participar en el expolio.

   Un relato sin duda duro, doliente, con unos personajes que son “trozos de carne” unos, víctimas, perdedores de la Historia; otros, correlatos de la violencia. Y especialmente cristalización de las preocupaciones ecológicas del autor. De ahí esa relación emocional con la tierra que impregna al hombre del huerto y que acaba por transmitirse también a la protagonista que llegará a reclamar “el derecho al polvo y a las lombrices y a cuanto haya de pudrirme” (página, 245). De ahí así mismo la congruencia de un final en el que se canta la universal comunión con los muertos, con los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.

   Desde algunas lecturas críticas, La tierra que pisamos ha sido considerada una novela fallida. Otras, desde el chascarrillo cabrón y burlesco, han dinamitado su trama, los horrores de la guerra y los sentimientos de culpa, el ritmo sosegado, la propia estructura narrativa, el lenguaje “estiloso”. Mas no conviene olvidar que, desde la parodia, las grandes obras de la literatura universal se pueden reducir a guiñapos grotescos.

   A mi modo de ver, la segunda novela de Jesús Carrasco no le hace sombra al trasiego interminable por un paisaje desolado, un secarral convertido en algo estético que encontramos en la primera, en Intemperie. Su contenido diegético es mucho más liviano y roza quizás la artificiosidad en más de una secuencia. El profundo simbolismo y los saltos temporales tampoco favorecen una lectura placentera. Pero, en el haber de la novela, registro esa atenta mirada hacia la tierra y nuestra relación ancestral con ella. El rico vocabulario ligado a la tierra, el rescate de una prosa tradicional, un corpus léxico de voces arcaizantes, arrancadas de la vida rural extremeña o andaluza, no solamente son un síntoma, sino una verdadera inmersión en esos bancales de tierra húmeda. La narración en primera, segunda y finalmente en tercera persona creo que es coherente con lo narrado: una confluencia progresiva de los personajes, con dos voces que también se encuentran, y una tercera que enmarca el proceso. Los dos personajes principales de la novela se acomodan a la exigencia de la historia: plano el “indígena”-un silencioso “trozo de carne”- refugiado en el huerto de la protagonista, y esta, en una enriquecedora evolución, ya que desde el miedo y la indiferencia inicial, termina por unir su destino al de Leva y estallar en rebeldía contra los suyos. El relato de las peripecias de Leva, con deportaciones e internamientos en campos de trabajo, no supera nunca a la realidad de los exterminios y cremaciones que asolarán los territorios de ese Imperio, que tanto hace pensar en el nazismo. Finalmente, un estilo de prosa espartano, desnudo, con ciertos ramalazos líricos, que la parodia convierte en almibarados. Y un ritmo sosegado y envolvente, con el que el autor intenta “crear lentamente la musicalidad, la plasticidad y el asombro del lenguaje”, al servicio de una confluencia de dos seres humanos y un contacto emocional con la tierra que pisamos.



Francisco Martínez Bouzas

                                                      
Jesús Carrasco (Foto de Jesús Morón)

Fragmentos



“Agita un dedo delante de mi cara mientras me cuenta que uno de ellos estaba todavía vivo cuando los quemaron. Se lleva una mano a los ojos para tapárselos. Le tiembla.

Me da a entender que caminan por una senda detrás del camión, seguidos por los soldados de la escolta. Remontan el valle lentamente, como salmones prehistóricos, y a medida que lo hacen, el monte les va mostrando zonas taladas. «Calvas», ha dicho. El camión avanza con la caja abierta. El brazo de uno de los prisioneros pende lacio por la parte de atrás agitándose al ritmo azoroso de los baches.

Cuando abandonan el camino para internarse en el prado, todavía se ve la chimenea, hacia el sur. Humea sin descanso, interrumpiendo la continuidad del cielo. Los gruesos cinchos de hierro que contienen sus paredes son ahora finas líneas oscuras pautando la torre cuadrada.”



…..



“Imagino a las mujeres de mi clase observándome. Ellas lo llamarían caridad y querrían ver en mí los brillos lechosos de La Piedad. El rostro humedecido, vertiendo lágrimas de mármol sobre el cuerpo del hijo recién desclavado. Pero no es caridad lo que siento. Acaso un intercambio en el que él me entrega su piel para que sea yo quien la repare. ¿Dónde está la mujer que un día albergó de verdad esos sentimientos? Qué lejos quedan los tiempos en los que todo mi afán se dirigía a encajar en la silueta que para mí habían dibujado. Debía ser amable, servicial, discreta, sociable. Debía ser una buena esposa, una buena madre y, fundamentalmente, una patriota. Entregar mi vida al solaz del esposo y a la formación de los hijos, para que éstos, a su vez, siguieran prolongando la cadena de esta forma de vida nuestra durante los siguientes mil años.”



…..





“Me ha costado encontrar la vieja vereda que desemboca en las pilas porque el predio está comido por las jaras. Entre ellas me he abierto paso lo mejor que he podido hasta encontrar el antiguo lavadero.

Sobreviven las tablas de piedra alrededor del pequeño estanque. El agua es un cristal oscuro tan perturbador por el chorrillo que aún vierte allí. En el caz por el que la pila desagua, la corriente peina mechones de algas. Zumban los abejorros a mi alrededor. Nunca pensé que sentiría paz en este lugar. No voy a escarbar la tierra. No tengo edad para ello y de nada me serviría. Solo necesito saber que estáis aquí debajo y que hay una hermandad entre vuestros cuerpos. Toda la vida huyéndonos. Toda la vida tapando la piel de las mujeres, hurtándoles a los niños las caricias. Y ahora, apagados los alientos, irónicamente mezclados. ¡Qué hermosa hubiera sido esa cercanía en otro tiempo! Hombres, mujeres, ancianos, niños, familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible. Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.”



(Jesús Carrasco, La tierra que pisamos, páginas85, 103, 267-268)

viernes, 25 de marzo de 2016

"EL ZARCO", NOVELA DE AUTOLEGITIMACIÓN DE LA CULTURA LIBERAL MEXICANA



El Zarco

Ignacio Manuel Altamirano

Edición de Antonio Sánchez Jiménez

Ediciones Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid, 2016, 439 páginas



   A las once y veinte minutos de la noche del seis de abril de 1888, Ignacio Manuel Altamirano (Tixtla, 1843 – San Remo, 1893) concluía el trabajo de escritura de El Zarco: episodios de la vida mexicana en 1861-1863, una de las novelas que contribuyeron a forjar la conciencia nacional de México. Un trabajo compositivo que se extendió a lo largo de dieciocho años. La primera edición de El Zarco es del año 1901, realizada en México por el editor barcelonés Santiago Ballescá, al que le fueron vendidos los derechos de edición por doscientos pesos, según anotó en el manuscrito original el escritor tixtleco. A esta edición princeps siguieron muchas otras, tanto en México como en otros países. Hace apenas unas semanas, Ediciones Cátedra, la recuperó de nuevo en una edición crítica de Antonio Sánchez Jiménez, una edición que viene a acrecentar el monumento editorial con el que el sello editor del Grupo Anaya está fijando, de forma canónica, el texto de las grandes obras de las letras hispanas. En este caso, esa fijación canónica no solo era oportuna, sino también necesaria, ya que el manuscrito original recibió no pocas correcciones introducidas por un empleado de la editorial que modificaron de forma sustancial el lenguaje popular mexicano con el que la escribió el autor tixtleco.

   Ignacio Manuel Altamirano, de origen indígena (como “indio feo” se autodefinía), maestro de escuela y dotado de una amplia cultura, es posiblemente la figura más relevante de la literatura mexicana en la segunda mitad del siglo XIX. El objetivo por el que luchó fue el de crear una narrativa del carácter nacional mexicano. Y a ese objetivo contribuyó no solo con la literatura, sino también con sus afanes y esfuerzos didácticos y políticos, en el contexto convulso de la época del Porfiriato, en la que presidentes como Juárez y Porfirio Díaz echaron mano de medios radicales para acabar con el bandidaje. Altamirano pretende hacerlo desde la literatura, ofreciendo una imagen detestable del bandido mexicano, ensalzado, sin embargo, como un personaje romántico e idealista por la tradición y la literatura extranjera.

   La novela, narrada en tercera persona, si bien con la intervención de los propios personajes que exponen sus puntos de vista, desarrolla su trama en Yautepec (Morelos). En los años 1861-1863, la región fue azotada por un grupo de forajidos llamados “Los plateados” de los que forma parte como uno de sus cabecillas el Zarco, un tipo de buena figura (rubio, con ojos azules), mas con aspecto agresivo, de carácter cruel y sin sentimientos. En Yautepec vive Doña Antonia con su hija Manuela, una joven de gran belleza, y su ahijada Pilar. Manuela es cortejada por Nicolás, al que desprecia por su origen y aspecto indígena y por su humilde profesión de herrero. Además amaba en secreto al Zarco con el que termina por fugarse. Mas, tan pronto como llega al refugio de los bandoleros en Xochimancas, percibe el ambiente degradante de estos y las mujeres que con ellos conviven, y comprende el grave error que la ha llevado a  realizar sus fuga. Sobre todo, al percatarse de que puede ser una de tantas para los caprichos del Zarco que, una vez aburrido, no dudaría en compartirla con sus compañeros. La huida de Manuela ocasiona el fallecimiento de su madre que, previamente había pedido ayuda para rescatar a Manuela a Nicolás y  a las tropas federales que no se la prestan porque su comandante prefiere escoltar a los amigos de Benito Juárez en su marcha hacia la ciudad de México. El amor puro de Nicolás hacia Pilar termina en matrimonio, celebrado el mismo día en que el Zarco es atrapado por Martín Sánchez Chagollán, el héroe indiscutible del relato, que lo mata y cuelga de la rama de un árbol. Manuela, al darse cuenta del amor perdido de Nicolás, decide aceptar su destino al lado del Zarco: presa de celos, muere al pié del árbol del que cuelga este.

   Novela de buenos y malos, no carente de un cierto maniqueísmo, aunque bastante congruente con la realidad social del México de aquellos años, y visibilizado por la insistencia con la que Altamirano describe el carácter opuesto de los principales personajes. Todo lo negativo se halla en el Zarco, capaz de matar para conseguir lo que quiere, bandido en definitiva. También en Manuela, mujer muy atractiva, pero superficial y ambiciosa. Por el contrario, sus antítesis positivas corresponden a Nicolás, trabajador honesto y humilde, y a Pilar, sumisa, callada, quizás un poco pasiva, pero adornada de buenos sentimientos.

   La novela es la condena absoluta del bandidaje. No obstante no conviene engañarse. El bandidaje en el México de aquellos años es en gran medida el resultado de los conflictos políticos y reales que vive el país, que se tradujeron en guerras civiles y en rebeliones incesantes. Como se afirma en la Introducción, “las fronteras que separaban a bandidos y guerrilleros variaban según la fortuna bélica” (página 33). Para el poder establecido, los bandidos son los oponentes estigmatizados por el partido que ha alcanzado el poder. Muchas de las revueltas rurales que no pedían más que justicia, fueron calificadas de bandolerismo. Por esa misma razón, los bandidos, una de las formas de protesta primitiva en los contextos rurales, como afirma F. Engels, son mostrados como las fuerzas demoníacas en la literatura liberal del siglo XIX en México. Y el Zarco es uno de ellos. Por eso mismo, la novela ha sido calificada como “fábula de autolegitimación” de la cultura liberal del México decimonónico. Y de ahí el uso propagandístico de El Zarco, escrito por un intelectual que se dedicaba a la política.

   La novela está escrita en un estilo de prosa clara y sencilla que, a pesar del paso del tiempo, no resulta recargado y permite una lectura fluida. El narrador sutura además de forma equilibrada romanticismo y realismo y hace convivir en perfecta amalgama temas como el bandolerismo, la inseguridad, la corrupción, el desorden, el vicio y una verdadera y “ejemplar” historia de amor.

   La edición de Antonio Sánchez Jiménez supera con creces a otra buena edición crítica de El Zarco. La de Manuel Sol (año 2000). Viene precedida de un profundo y extenso estudio introductorio de cerca de doscientas páginas, que podría ser editado como libro independiente, y en el que se analizan la biografía del autor, el contexto histórico, el bandidaje en México, la estructura narrativa, los personajes, el trasfondo (descripciones paisajísticas, la metáfora botánica, los espacios en los que se desarrolla la acción), la historia del texto y el proceso de su escritura, el estudio textual; se hace relación de una amplísima bibliografía, y un gran número de notas a pie de página amplían información y aclaran dudas. El editor incluye además un apéndice con un aparato de variantes, basadas en el manuscrito autógrafo de Altamirano, en las correcciones realizadas por el propio autor, y en el cotejo con otros testimonios, que constituye un valioso aparato crítico. Un trabajo de investigación filológica cuyo resultado es una inestimable edición crítica de una pieza narrativa clave de la literatura mexicana decimonónica que se inscribe con todos los honores en la colección Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra.



Francisco Martínez Bouzas



                                                       
Ignacio Manuel Altamirano

Fragmentos



“El bandido la estrechó entre sus brazos y la devoró a besos, conmovido ante esta explosión de amor, tan apasionada, tan loca, tan sincera que estaba tan cerca del frenesí y que le entregaba enteramente a aquella joven tan bella, tan codiciada, tan soñada en sus horas de pasión y de deseos. Porque el Zarco amaba también a Manuela, solo que él amaba de la única manera que podía amar un hombre encenegado en el crimen, de un hombre a quien era extraña toda noción de bien, en cuya alma tenebrosa y pervertida solo tenían cabida ya los goces de un sensualismo bestial y las infames emociones que pueden producir el robo y la matanza. La amaba porque era linda, fresca, gallarda, porque su hermosura atractiva y voluptuosa, su opulencia de formas, su andar lánguido y provocador, sus ojos ardientes y negros, sus labios de granada, su acento armonioso y blanco, todo ejercía un imperio terrible sobre sus sentidos, excitados día a día por el insomnio y la obsesión constante de aquella visión.”



…..



“Ella creía que el Zarco y sus compañeros eran bandidos ciertamente, es decir hombres que habían hecho del robo una profesión especial. Ni esto le parecía tan extraordinario en aquellos tiempos de revuelta en que varios jefes de los bandos políticos que se hacían la guerra habían apelado muchas veces a ese medio para sostenerse, ni el plagio, que era el recurso que ponían más en práctica los plateados, le parecía tampoco una monstruosidad, puesto que, aunque inusitado antes, y por consiguiente nuevo en nuestro país, había sido introducido precisamente por facciosos políticos y con pretextos políticos.

De manera que a sus ojos, los plateador eran una especie de facciosos en guerra con la sociedad, pero por eso mismo interesantes; feroces pero valientes, desordenados en sus costumbres, pero era natural, puesto que vivían en medio de peligros y necesitaban de violentos desahogos como compensación de sus tremendas aventuras.”



…..



“En efecto, por entre las viejas y derruidas paredes de las casuchas del antiguo real, así como en los portales derrumbados y negruzcos de la casa de la hacienda, Manuela vio asomarse numerosas cabezas patibularias, todas cubiertas con sombreros plateados, pero no pocas con sombreros viejos de palma. Y aquellos hombres, por precaución, tenían todos en la mano un mosquete o una pistola. Algunas voces, al atravesar la comitiva, gritaban malignamente:

-¡Miren al Zarco! ¡Qué maldito! ¡Qué buena garra se trae!

-¿Dónde te has encontrado ese buen trozo, Zarco de tal? -preguntaban otros riendo.

-Esta es para mí no más –contestaba el Zarco en el mismo tono.

-¿Para ti no más…? Por ya veremos…-replicaban aquellos bandidos -¡Adiós güerita, es usted muy chula para un hombre solo!

-Si el Zarco tiene otras, ¿pa que quiere tantas? -gritaba un mulato horroroso que tenía la cara vendada.”



(Ignacio Manuel Altamirano, El Zarco, páginas 231-232, 304-305, 307-208)