sábado, 23 de abril de 2016

"TAMBOR DE ARRANQUE" : LA DEVASTACIÓN AMOROSA



Tambor de arranque
Francisco Bitar
Editorial Candaya, Avinyonet del Penedès (Barcelona), 2015, 105 páginas

   Francisco Bitar (Santa Fe, 1981) es un joven escritor argentino avalado por varios poemarios, libros de cuentos y esta novela, Tambor de arranque, publicada en 2012, que le supuso la obtención del Premio Ciudad de Rosario, donde fue publicada. Candaya, el sello editor español que suele acertar en la selección de obras de gran calidad, especialmente de nuevas voces de América Latina, le da ahora una segunda oportunidad y amplia notablemente el número de los potenciales lectores de esta novela breve, pero de indiscutible madurez literaria. La editorial catalana respeta además, en esta edición, los rasgos y diferencias lingüísticas  específicas del español rioplatense que enriquecen la lengua común.
   La trama de Tambor de arranque presenta a una pareja con una hija  preadolescente, en evidente crisis matrimonial, a punto de naufragar. El marido, Leo, decide por su cuenta viajar a una localidad cercana para comprar un Taunus, su primer auto. La esposa, Isabel, prefiere adquirir una cama con un buen somier matrimonial, sábanas nuevas, un florido edredón, “que hacen pensar a quien se acuesta en un mundo feliz y ordenado” (página 19). Aunque no cree que eso les vaya a cambiar la vida, puede, no obstante, formar parte de la solución, ya que, confiesa, venían durmiendo muy mal. El marido insiste en el coche. ¿Sus razones? Quizás fuera lo último que iban a hacer juntos si las cosas no iban bien.
   Se trasladan, en efecto, a un lugar de la provincia y allí conocen al vendedor y sus peculiares circunstancias vitales. El coche que tiene en venta, es su domicilio. También el de su perra. La compra fracasa, pero con ellos vieja la vieja perra del vendedor. Y lentamente se consuma la desintegración de la pareja, mas con sucesivas rupturas y retornos. Hasta que inexorablemente, en la tercera separación de la pareja, no hay vuelta atrás. Y a partir de aquí, con saltos en el tiempo, Francisco Bitar nos brinda algunas circunstancias y sobre todo las vivencias por separado de cada uno de ellos: las dificultades de Isabel para salir adelante en la casa del barrio que quiso conservar. Y la desolación del nuevo hogar de Leo, un auténtico basurero, en palabras de un joven vecino que penetra en su casa para robarle una cubetera de hielo.
   Son vidas, las de los protagonistas, con horizontes cercanos, lo único que se puede esperar cuando todo se viene abajo. Los dos se enfrentan a los mismos fantasmas, la profunda soledad; y, con la disculpa de dialogar sobre la situación escolar de la hija, se consuelan mutuamente hablando por teléfono buena parte de la noche. Hasta que ella decide cortar también ese cauce.
   Un final abierto, áspero y aparentemente sin porqué. Leo quema con los chicos borrachos que se habían aprovechado de su hielo, los pocos muebles que tenía en su apartamento. Quizás un punto final a un pasado que, de todos modos, nos deja una sensación agria, los sabores de los efectos de la hecatombe  afectiva y familiar.
   Francisco Bitar aborda desde fuera y con suma delicadeza el infierno en el que vive una pareja, sin recrearse en sus guerras conyugales, en los pasos obligados de toda ruptura. Se limita a decirnos que a Leo, la relación con su mujer le enseñó que los insultos, cuando eran precisos, los dejaba para el final del día. Y sobre todo presta atención a otras incógnitas y circunstancias: qué es lo que lleva  a una ruptura; qué detalles o decisiones importantes en el interior de una pareja dan lugar a un momento de no retorno; cómo vive y soporta cada de los integrantes de la misma la ausencia del otro. Y lo hace desde distintas  perspectivas y voces, en un relato coral: cada miembro de la pareja arrastra consigo a otras personas que indirectamente  nos permiten intuir  los efectos de esa devastación sentimental. Además, sin verbalizaciones, hablan también los animales o los simples objetos: perros, gatos, cucarachas, pájaros, moscas, un colchón sin sábanas tirado en el suelo, meses helados, sillas que terminan en una hoguera… Testigos mudos pero, no obstante, muy elocuentes de naufragio de un proyecto de vida en común, y de la relación que, en esa situación, establece cada sujeto con su entorno.
   El autor perfila a sus personajes de una forma creíble. Y lo hace especialmente narrando sus diálogos y las acciones que en el fondo les definen. Seres perfectamente humanos, de carne y hueso: él, inseguro e idealista; ella, con una visión más pragmática de la vida y desconfiada. Ambos sufren las heridas de la ruptura, traducida casi siempre en momentos de intensa soledad.
   Tambor de arranque es una novela breve, pero, sin embargo, se podrían escribir páginas sobre su forma y su arquitectura compositiva. Ocho secuencias aparentemente desconexionadas, pero que terminan tocándose en el común denominador de la erosión y el naufragio de una pareja. Novela fragmentaria, con saltos en el tiempo, convivencia de dos voces narrativas, la tercera y la primera persona, una opción aparentemente caprichosa. Un estilo de prosa muy directo, limpio, frecuentemente áspero y duro; alejado de adornos y florituras líricas. Y a pesar del escepticismo  del autor sobre las posibilidades del minimalismo en castellano (a diferencia del inglés, demanda o agradece rodeos), nouvelle con no pocas elipsis. Un minimalismo, declara Francisco Bitar, como el del último Carver. Como botón de muestra, esta breve secuencia: “La semana que viene -supuso él. Después tuvo una sensación de incertidumbre causada por dos motivos parecidos: primero, nunca nada tan grande había quedado para la semana siguiente. Segundo, nunca la semana siguiente había estado tan cerca” (página 37). En resumen, una novela breve que muestra una gran ambición y madurez literarias. Un hermoso relato para hacernos partícipes de una acción desagraciada, alejada de toda belleza, aunque cada vez más cotidiana: los efectos devastadores del desamor.

Francisco Martínez Bouzas
                                                      
Francisco Bitar
Fragmentos

“No habíamos ahorrado un año entero para comprar un auto; queríamos una cama. Un buen somier matrimonial con el juego de sábanas de setecientos hilos y uno de esos acolchados de colores que hacen pesar a quien se acuesta en un mundo feliz y ordenado; no digo que iría a cambiarnos la vida pero capaz una nueva cama fuera parte de la solución. Veníamos durmiendo muy mal.
Pero un tarde a fines de mayo vimos sobre la mesa de la cocina el recuadro en los clasificados mientras tomábamos café y corregíamos exámenes.
-¿Estás seguro? -pregunto Isa
-No -respondí-. No estoy seguro.
Lo que sí sabía era esto: yo nunca había tenido mi propio auto.
-No sé, Leo
Nadie estaba seguro.”

…..

“Uno de los amigos del vecino dice:
-Te casás, pajero.
El cocho vuelve a pasar pero esta vez en dirección contraria.
-Vos te casás, pajero –dice su vecino.
-Si me erraste, gil
La voz de su vecino habla otra vez:
-Porque no te cogés a nadie.
Había comido en el patio, Leo los escuchó con claridad. Pusieron los caballetes y el tablón a un costado del asador, acercaron las sillas.
Una tercera voz dice:
-Fuera de joda, chabón. Te la tenés que traer para acá.
La voz del primero, el que tiró el corcho la primera vez agrega:
-Uh, de una. Sabés qué. Si te la traés hasta acá no le queda otra, te la enfiestás sí o sí. Ja ja ja.”

…..

“Qué error. Isabel creía en el matrimonio como en un asunto personal. Demasiado sacrificio, pensó la madre, cuando no tienen remedio. Mónica (la madre) había estado con un solo hombre en su vida pero no necesitaba más que eso. Los años de matrimonio con el padre de sus dos hijas le habían enseñado que ningún marido, ni siquiera el peor, significaba el infierno: un hombre es algo que hay que soportar muy por debajo del límite de sus fuerzas.”

(Francisco Bitar, Tambor de arranque, páginas 19, 47-48, 87)

martes, 19 de abril de 2016

"LUKUMÍ": UN PÍCARO TRANSITANDO POR LA CUBA CASTRISTA Y POR LAS MISERIAS DEL CAPITALISMO



Lukumí
Alfredo Conde,
Editorial Bruguera, Barcelona, 214 páginas
(Libros de fondo)

   Alfrendo Conde (Allariz, Ourense, 1945) publica con regularidad, sin demasiadas interrupciones, aunque de forma no compulsiva, ofreciendo a sus lectores obras importantes, y dándole vida a notables fabulaciones, tanto en gallego, como en español, tal como acontece en una de sus novelas, Lukumí, editada al mismo tiempo en gallego por Editorial Galaxia y en español por la histórica Editorial Bruguera, que estrenó su poster renacer (2006-2010), precisamente con esta novela de Alfredo Conde. El autor apuesta por la doble versión como una forma legítima de obtener lectores. Un motivo, sin embargo, de ciertas críticas en otros tiempos a la obra narrativa condiana. Pero pasaron los años y hoy Alfredo Conde que ya no es un estómago agradecido de ningún grupo editorial, ni el intelectual orgánico del Gobierno gallego -tampoco el escritor español de prestigio más sólido como se escribió en el periódico La Nación de Buenos Aires-, ha logrado que se juzgue su obra sin paralajes ni criterios extraliterarios, separando la obra literaria de la personalidad de su autor y teniendo únicamente en cuenta los méritos o deméritos de la misma.

   Es preciso que el lector se acerque a Lukumí con ese distanciamiento de ánimo, dispuesto exclusivamente a sumergirse en una historia, a la vez saga familiar y retrato ficcional de un singular personaje, mezcla de pícaro y de espectador acomodaticio, mas siempre escéptico y descreído de todos los paraísos ideológicos y políticos de cualquier naturaleza.

   Lukumí es una novela de un solo personaje, pero, como telón de fondo, el autor recrea las idas y venidas de sus sagas familiares: la historia de los ancestros de la vieja nación africana lukumí, tan amantes de la libertad que se suicidaban colectivamente antes que vivir esclavizados; y la de la familia gallega de su padre, un gallego que llega a Cuba embrujado por el triunfo de la Revolución y para colaborar en el surgimiento de la nueva sociedad comunista. Es Esteban, hijo pues de gallego de pelo dorado y de una negra que baila en la Tropicana, que relata en primera persona, como protagonista, su periplo vital que lo llevará a la tierra de los abuelos blancos, viniendo de la de las abuelas negras.

   En este recorrido Esteban retrocede hasta la época colonial, escuchando en las palabras de la abuela el retrato de la Cuba del siglo XIX, la de los duros tiempos de la esclavitud, de las esclavas matricidas, de las sociedades secretas que surgían al compás de viejas pautas culturales. Pero sueña así mismo con las historias de su vieja casa gallega. Y crece envuelto en la cara amable del Sistema, entre la flor y nata de la Revolución. Son sus años de aprendizaje de la vida en un “paraíso” comunista, al que mira con escaso fervor revolucionario, aunque sabe disimular hábilmente sus carencias, lo que significará el premio de viajar a Moscú, a la tierra de la Gran Madre Soviética. No obstante, su sangre gallega le empuja a desconfiar también de este paraíso marxista y, reclamado por el abuelo gallego, recala en Galicia, donde también mira y observa para encontrase finalmente con el definitivo engaño: las miserias superlativas del capitalismo.

   Una de las virtudes del texto de Alfredo Conde es la de huir del maniqueísmo de cualquier signo, que frecuentemente inundaban los textos occidentales sobre la Isla de Cuba. Nos acerca, en efecto, a la realidad cubana, a la soviética y también a la gallega con afán desmitificador. Es la cruda realidad de los paraísos comunistas o de los engaños capitalistas, la que termina por imponerse hasta deteriorar  las ilusiones de los seres humanos. De ahí que el escrutinio de Alfredo Conde a la Revolución sea irónico y crítico, pero, al mismo tiempo, melancólico. A través la mirada de su protagonista, gallego desconfiado y lukumí díscolo y la de la abuela negra, Alfredo Conde interpreta la realidad de manera desapasionada, y al mismo tiempo con el pesar melancólico de lo que pudo ser y no fue. Pero algo semejante ocurre en el escenario español. Ese peregrinaje de un país en el que era posible toda la picaresca, a otro en el que las andanzas de los pícaros habían dado origen a todo un género literario y los pícaros crecen como los hongos, impide que la novela pueda ser leída  en clave maniquea de uno u otro signo.

                                                
Alfredo Conde
   Los puntales formales en los que se asienta la narración, son una prosa fluida, sin aluviones líricos, ni alienaciones lingüísticas. Un ritmo ágil, con un tiempo del discurso que sigue la misma dirección del tiempo de la historia, aunque colmado de esas paradas tan frecuentadas por la narrativa condiana, en las que el protagonista ensimismado y nostálgico, libera el peso de su memoria. Una estrategia narrativa que le permite al autor entrar dentro de la personalidad del protagonista, usada con maestría y comodidad, hace que el relato gane verismo, tan necesario, especialmente cuando se fabulan utopías malogradas. Un final abierto nos permite pensar que bien podría haber una segunda parte, ya que el protagonista parece dispuesto a seguir contando su aventura.

   Este ajuste de cuentas y el desencanto ante uno y otro sistema, convierten el libro de Alfredo Conde en merecedor de que le caigan encima los dardos del beaterío tanto de izquierdas como de derechas.



Francisco Martínez Bouzas

jueves, 14 de abril de 2016

"DIMENSIONES FINITAS": CON ALBERTINE EN TIEMPOS DE CRISIS



Dimensiones finitas

A.G. Porta

Acantilado, Barcelona, 2015, 195 páginas



   Con un título que es un estímulo para emigrar de las rigurosas y ajustadas leyes de la lógica y enfrentarnos con la apuesta de buscar “la dimensión insondable”, publica A. G. Porta (Antoni Garcia Porta) Las dimensiones finitas. Autor “levemente de culto”, como ha sido definido, y sobradamente conocido por haber escrito a cuatro manos con Roberto Bolaño Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, experiencia que repitió hace cuatro años con Gregorio Casamayor en Otra vida en la maleta.

   Las dimensiones finitas se podría etiquetar, y no solo por aproximación, con la categoría de narrativa metaliteraria. Se trata, sin embargo, de una novela perfectamente legible, o al menos más que algunas de las anteriores publicaciones del escritor, que puede leerse como una crónica del inicio de la crisis, y a la vez como una fugaz historia de amor, en la que el protagonista, para estar a la altura de la mujer letraherida y moderna que un día accidentalmente conoció y de la que se enamora compulsivamente, se zambulle en la lectura de Salinger y otros escritores sin que sienta el más mínimo interés por la literatura.

   En Las dimensiones finitas hay una historia claramente diferenciable. Es la de Bruno, un personaje que trabaja en una consultoría, y en el año 2008, cuando la crisis ya no era una entelequia, queda sin novia. Se cambia a un pequeño estudio para ahorrar, y contempla cómo la crisis va cosechando víctimas: despidos, alarmas internacionales que la novela refleja casi como un diario. Un buen día decide leer en el autobús una novela de Salinger, un autor cuyo nombre ni le suena. Y, como atraída por la miel, se le acerca una mujer muy atractiva que le confiesa su pasión por el escritor. Tras el número de teléfono que ella le da, comienza una historia de amor con Albertine (un claro guiño a la heroína de Proust). Esa es la razón -estar a su altura- para su inmersión en el mundo de la cultura: escritores, cine, música… Salinger será el primer escritor al que el consultor en tiempos de crisis se verá obligado a leer.

   Pero a partir de este momento, la novela se transforma en un festivo y alucinante frenesí en el que el protagonista se ve envuelto para empaparse de aire intelectual e  impresionar así a Albertine, y que supone que se transmite por contagio. Será una competición consigo mismo para ponerse al día en los escritores, músicos, cineastas, artistas que escucha de los labios de Albertine. Quiere epatar, reducir la disimetría con la mujer que ama. Para ello, entre otras muchas cosas, deja de tirar a la papelera los suplementos culturales de los periódicos, lee, como si hubiera hallado su definitivo eureka, el artículo de un periódico que considera perfecto para él: “Sepa de libros sin leer una línea”. Lee sobre todo a Salinger, hechizo de Albertine, aunque no entiende casi nada de sus relatos. Pero la finalidad, reflexiona, bien vale un esfuerzo. Inventa la técnica, o mejor dicho el nombre, de leer en diagonal, picando de aquí y de allí, aunque no se lo recomienda a nadie; es un acto ignominioso que sólo lo justifica el amor. Y esa referencia resume cabalmente la tonalidad del libro y también su tema de fondo.

   Mientras tanto, la crisis no hace más que arreciar: los ajustes pasan directamente a ser recortes, suspensiones de pago, morosidad, descomunales estafas, índices de paro en aumento, empresarios aterrorizados viendo venir la catástrofe pero incapaces de actuar, esperando únicamente ser devorados. Aunque el protagonista, sin dejar de aumentar su vademécum  cultural, y casi de forma ingenua, se convierte en un verdadero gurú que aprovecha la catástrofe para hacerse un nombre. Y de pronto, los celos, el enfriamiento, la pequeña venganza. El protagonista ya no bebe con Albertine, sino a causa de ella.

   No es papel del crítico espoilerizar las “funciones cardinales” ni menos aún el desenlace de la novela, si bien no evitaré eludir al colofón de esta historia: no se debe confundir valor y precio, permitir que las cosas importantes de la vida se nos escapen entre tantas pequeñas cosas sin importancia, esas dimensiones finitas -es el caso de la novela- que hay que dejar de lado en el amor.

   Una novela rebosante de metaliteratura, de intertextualidades, de metarreferencias a novelas del autor y de otros escritores. La cultura, los libros, la música, sobre todo las canciones de Nacho Vegas, siempre repletas de fracasos vitales y amores trágicos, son un componente esencial de la trama. A través de la mirada de alguien que en su vida ha leído apenas media docena de libros, A. G. Porta nos empapa de Salinger, de otros muchos autores, de cine, de música. Y como telón de fondo, la crisis, cuya presencia es constante en la novela.

   El autor ha logrado dotar a la novela de una voz narrativa perfectamente perfilada: un tipo a la vez ingenuo y conmovedor frente a su novia fugaz, capaz de inventar, gracias a su barniz cultural, un método (Ingeniería de los Soportes Mutables) para afrontar la crisis desde el mundo empresarial, y también en una relación amorosa. Con esta voz narrativa y el personaje femenino igualmente bien logrado, en este caso acentuando las disonancias entre ambos, A. G. Porta traza una crónica cultural y sentimental de un corto período de tiempo en el que la actual crisis financiera, monetaria, laboral no hizo más que permitirnos entrever la fuerza de sus garras. Y lo hace con un estilo ágil, plagado de referencias literarias, cinematográficas, musicales que, sin embargo, no entorpecen la lectura.



Francisco Martínez Bouzas



                                                       
A.G. Porta (foto de Jordi Soteras)

Fragmentos



“Luego me invitó a tomar una copa en su casa. Cuando quiso saber si me gustaba le dije que me había enamorado de ella en el autobús. ¿Ya entonces?, preguntó como si se sorprendiera pero en absoluto sorprendida. Yo dije que me había vuelto loco al escuchar su nombre, que era el mismo que el personaje de Proust. Esa noche la pasamos juntos. Le gustaba hacer el amor con música. Preguntó si no me importaba hacerlo con Luigi Nono, que resultó ser un compositor y no alguien que iba a participar en un improvisado ménage à trois. Dije que magnífico sin saber qué música era aquella y la verdad es que la música no me pareció más extraña que todo lo que me estaba sucediendo y, puesto a pedir, aquella música me hubiera gustado con un poco más de argumento, que es como se suele llamar a los estribillos y a la melodía. Un poco más como mi mítico grupo preferido, vamos. Me guardé mi opinión y escuché con interés que alguna vez en la vida había que dedicar un día entero a escuchar a Luigi Nono, como un ayuno de todo lo demás donde la meditación era sustituida por su música. Al menos eso fue lo que entendí.”



…..



“Por el camino le expliqué -no porque yo quisiera, sino porque ella insistió- en qué consistía la crisis y por qué estaba yo tan preocupado. Por supuesto que le conté mi versión, que no era otra que la que  todo el mundo conocía: lo de las hipotecas basura; los créditos basura; las comisiones que ganaban los ejecutivos con ellas, y que las agencias de rating habían dado una nota alta a algo que estaba por debajo de los suelos, que posiblemente era un caso para llevar a los tribunales, pero que nadie lo haría. La puse al corriente de todo hasta el preciso instante en el que pinchó la burbuja, cuya ley de vida, como todo el mundo sabe, es acabar explotando. Y le conté por qué, aunque fuera una inmoralidad, la única manera de salir del atolladero era dándoles dinero a los culpables: por eso lo del rescate bancario.”



…..



“Una de aquellas noche fui a cenar con don Gregorio. Hablamos de lo mutable, de los soportes, de los pivotes y de lo que podíamos considerar prescindible y lo que no. Al final de la cena le hablé de Albertine y del problema de tener que enfrentarme a tantos nombres de autores y títulos de obras que surgían cada vez que la veía. Aunque de un modo muy distinto al de ella, a don Gregorio también le apasionaba la literatura y le agradaba hablar de libros. Fue franco conmigo y me aconsejó que humildemente reconociera que no había leído  a tal o a cual autor. Nadie lo ha leído todo, dijo, excepto unos pocos que han leído cuanto hay que leer. Pero nadie espera de ti, hijo, que trabajas asesorando empresas, que hayas leído al más recóndito de los autores literarios. Me preguntó si había seguido su consejo y seguía llevando un diario de mi vida. Le mostré el cuaderno que cargaba en uno de los bolsillos de la americana. ¿Tienes buena memoria?, siguió preguntándome. Dije que excelente, y entonces tomó mi libreta y escribió en ella los nombres de los autores de los libros que consideró imprescindibles para mi formación. Los clasificó por lenguas y por países y, junto a ellos, anotó cuidadosamente si debía conformarme con aparentar que sabía quiénes eran, si debía ampliar la información que tenía sobre ellos o si debía leer alguna de sus obras. A veces sólo hay que asentir con la cabeza para demostrar que sabemos de quién se trata. A veces hay que corroborar que se ha leído alguna obra del citado autor, aunque no sea de la que se está hablando…”



(A.G. Porta, Las dimensiones finitas, páginas 34-35, 67, 92-93

lunes, 11 de abril de 2016

ENTRE EL FOLLETÍN Y LA CRÓNICA SENTIMENTAL



Las ingratas
Novela sentimental
Guadalupe Henestrosa
Clarín-Aguilar, Buenos Aires, 238 páginas
(Libros de fondo)

   Argentina fue un país inmigratorio desde mediados del siglo XIX, y lo siguió siendo durante buena parte del siglo XX. Lo proclama la misma Constitución argentina de 1853: “El Gobierno Federal fomentará la emigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar la industria e introducir las ciencias y las artes”. Desde entonces la temática de la inmigración alimenta un buen porcentaje de la narrativa argentina, y las novelas “inmigratorias” suelen obtener éxito en el irónico país donde la “única salida es Ezeiza”.
   Las ingratas de Guadalupe Henestrosa (Buenos Aires, 1958) es deudora de esa corriente. Su trama desarrolla desde la ficción las vicisitudes que afrontaron seis mujeres españolas que llegan a Buenos Aires a principios del siglo XX, movidas por la ilusión de darle cauce a sus sueños: construir una nueva vida. En la capital porteña regentarán una pensión que llevaba por nombre “Las Ingratas” que le da título a la novela.
   En la escritura de ficción, la inmigración puede aparecer como fenómeno macro-social o, como acontece en la novela de Guadalupe Henestrosa, en su versión micro y sentimental. Novela pues la escritora porteña las emociones y sentimientos de un grupo de mujeres inmigrantes españolas que llegan a Buenos Aires con lo puesto, en los albores del pasado siglo, y se adentra ficcionalmente en los amores y desamores de cinco hermanas, una sobrina y una pensión, en los secretos familiares, en las cuentas pendientes, en las pequeñas traiciones y actos heroicos cotidianos. Una pensión pues y cinco hermanas  que llegan al Plata, tejen la trama de Las ingratas, un homenaje que la autora rinde al valor y a la fuerza de sus abuelas, ambas inmigrantes españolas llegadas a Argentina en esos años y prácticamente con lo puesto.
   La novela que se hizo merecedora del Premio Clarín de Novela, uno de los de mayor prestigio en las letras hispanas, pasa por alto los acontecimientos políticos y sociales que se registraron en Argentina a comienzos del pasado siglo. Centra toda su atención en los incidentes y accidentes de cada una de estas mujeres. Será la crónica, sobre todo sentimental de sus vidas, desde su desembarco en el puerto bonaerense. Y esa crónica dará lugar a una agradable galería de personajes.
   Formalmente Las ingratas, se desenvuelve  a través de una narración clara y contundente, con excelentes descripciones de espacios y tiempos, y una gran espontaneidad, color y frescura. Quizás con una estructura de folletín, de novela romántica o literatura femenina. Podríamos decir, no obstante, que la prosa de la escritora argentina es ajena a la escritura folletinesca: maneja con soltura la lengua, cruza géneros y amalgama con habilidad las sobreabundancias del folletín con una prosa austera, sin ornatos formales innecesarios cuando no los requiere el desenvolvimiento de la historia. Por eso mismo, en la escritura de Guadalupe Henestrosa, lo sentimental no es sinónimo de melodrama lacrimógeno, sino patente de la identidad argentina. No obstante, como folletín Las ingratas está escrita con sus propias reglas, ajenas al pacto de verosimilitud. Por eso mismo, los personajes de la novela representan arquetipos clásicos, el prototipo de mujeres inmigrantes, fuertes, pragmáticas que se lanzan a la aventura transoceánica y deberán salir adelante como puedan o les es dado, ejerciendo incluso la prostitución, aunque sin ninguna trauma, como si se ejerciera un arte.
   En definitiva, una novela fresca, entretenida, que roza las fronteras del costumbrismo, con estructura de folletín que, en este caso, solamente es una etiqueta, no sinónimo de mala literatura.

Francisco Martínez Bouzas


Guadalupe Henestrosa

Fragmentos

“Petra llegó con una mano atrás, otra adelante, cuatro hermanas y una hija sin padre. Recién empezaba el siglo y, mirando desde cubierta, el horizonte era todo cielo, como si el barco todavía siguiera perdido en el mar y no hubieran pasado esos días de travesía, lentos e inciertos. Pero el viaje había terminado y ahora el buque descansaba en las orillas de un río ancho y barroso, del otro lado del Atlántico y al sur del mundo.
Las seis mujeres pusieron pie en un muelle pegajoso y sucio. Trataron de adivinar una ciudad detrás de la cortina de niebla de la madrugada, pero sólo lograron desilusionarse con unos galpones de chapa y una calle borrosa por la que iban desapareciendo sus compañeros de viaje como sombras furtivas. Otros, más afortunados, festejaban el encuentro con sus parientes.
Del río soplaba una ventolina que revolvía el hedor del puerto con el de las cloacas. Disimulando una sonrisa, Milagros miró a sus hermanas.”

…..

“Encarna no podía estar sola. Necesitaba la respiración, la presencia, la certeza de que otro ser humano acompañaba su alma, demasiado tibia para afrontar sola el vacío de cada hora. Siempre había sido así, desde chiquita. De más grande, cuando se bañaba, ya fuera en el baño del fondo o en su pieza, de pie dentro de un fuentón, dejaba la puerta abierta. No era exhibicionismo: la desnudez y el frío le agudizaban la sensación de soledad y no podía con su corazón entre las cuatro paredes.
Cuando por ese entonces Petra la veía en cueros en medio de la sala o desparramada en un sillón en el patio, con la falda levantada y los calzones brillando al sol, le venía  a la mente la mirada lasciva de Moncho. Al fin y al cabo, había detectado la índole de Encarna antes que nadie: era una mujer para amar encarnizadamente.
-Claro, el muy bestia ni siquiera pidió permiso -barruntaba
Pero Encarna no se acordaba del ataque de Moncho: los asuntos de la carne nunca la había asustado”.

…..

“La verdadera historia, la que nunca nadie conocería a fondo era obviamente bien diferente de la contada en sus trono del patio. No bien abandonó la pensión esa nochecita de primavera, Milagros aceptó su destino de puta itinerante con la tranquilidad de quien tiene una misión en la vida. Su arte era enloquecer a los hombres, que se había acentuado con la ceguera, fue depurándose en su paso por los sucesivos pueblos de campaña, cada vez más lejos de la Capital, cada vez más cerca de la frontera del desierto. Aunque le hubiera bastado tenderse sobre el colchón para conformar a esa jauría de hombres desesperados y solos, hastiados del horizonte plano y del viento incansable, con cada uno de ellos desplegó con perseverancia de artista un sutil juego de seducción, contorsiones de gata sabia y suaves manos de intuición febril. (…)
Cada vez más clientes se agolpaban en los hoteles donde ella se alojaba, ansiosos de quemar la quincena entre sus piernas. Para ella esta respuesta ardorosa y multitudinaria era la confirmación de que sus poderes seguían allí, sobre su piel, en la punta de los dedos o de a lengua. Y aunque las razones para haberse hecho puta no tenían que ver con Pedro, cada noche que su hombre volvía a su cama con ganas y dispuesto a beberse su aliento significaba un fuerte incentivo para seguir. Él era un trofeo especial, otras mujeres lo querían, pero él seguía firme, en celo junto a su rastro, como un lazarillo sexual, dueño de su cuerpo, sí, pero esclavo de su deseo.”

(Guadalupe Henestrosa, Las ingratas, páginas 9, 47-48, 177-178)