viernes, 28 de octubre de 2016

"Y ESO FUE LO QUE PASÓ": UNA MUJER EN EL POZO OSCURO DEL DESAMOR



Y eso fue lo que pasó

Natalia Ginzburg

Prólogo de Italo Calvino

Traducción de Andrés Barba

Acantilado, Barcelona, 2016, 110 páginas



   Pocas veces se ha definido a una autora o autor y a la heroína de una novela con la pujanza y vigor con que lo hizo Italo Calvino en 1947, refiriéndose a Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1961) y a su novela È sato cosí: “Natalia Ginzburg es la última mujer sobre la faz de la tierra, el resto son hombres” (página 7). Y añade que las desencantadas heroínas, las mujeres de este mundo, lo único que han hecho, durante generaciones y generaciones, ha sido esperar y sufrir. Esperar a que alguien las amara, se casara con ellas, las convirtiera en madres, las traicionara. Y Natalia Ginzburg que fue una mujer fuerte, confiesa, en una nota tan desgarradora como la trama de su ficción, que cuando escribió esta novela, ahora traducida al español y editada por primera vez en España por Acantilado, en el proceso de escritura de Y esto fue lo que pasó se sentía infeliz, no tenía ganas de pelear ni de combatir, pero decide escribir esta historia terrible para aligerar su infelicidad. Acababa de regresar a Turín, tras el asesinato de su marido por los fascistas en 1944, encontró un disparo y decidió seguirle la pista hasta dar con la oscuridad, la confusión y el enredo de la protagonista y autora del mismo. Todo ello en una novela cuya historia no es bella, tal como le dicen algunos conocidos, pero que es una gran novela contada por una narradora magistral.

   Un relato primario que, a las pocas líneas, nos obsequia con un tiro (“Le pegué un tiro entre los ojos”, página 15), un conyugicidio que inicia la intriga, define la estrategia narrativa de la autora y desde ella traza una cadena de analepsis, rememoraciones en las que la protagonista cuenta toda la historia. Ese delito es la secuencia inicial pero también la final. En el medio, una historia tan angustiosa y desesperada como real, cotidiana y demoledora. En efecto, a ese íncipit letal, con el reconocimiento de la voladura de la cabeza del marido, en un flash-back desgarrador, Natalia Ginzburg despliega una historia de absoluta soledad de una mujer que cree poder superarla en un matrimonio, el destino determinístico para tantas mujeres en los años cuarenta del pasado siglo. Y ahora. Y que, en realidad, solamente las convierte en esclavas, en un pasatiempo para diversión del varón (“Trataba inútilmente de encontrar algo que contarle para que no se aburriera de mí”, página 45). O en adictas de un sentido que equivocadamente  consideran básico: la maternidad.

   Una narradora homodiegética que es al mismo tiempo protagonista y cuyo nombre nunca conocemos -en realidad podría ser cualquier mujer sujeta a los cánones de una sociedad patriarcal-, trabaja como humilde maestra, vive en una tétrica pensión y sueña con el placer de pensar que un hombre se ha enamorado de ella, especialmente cuando vislumbraba que se quedará sola para siempre. Conoce a Alberto y llega a convencerse de que la ama; se casa con él, no obstante escuchar de sus labios que llevaba muchos años enamorado de otra mujer, a su vez casada y madre de un niño, con la que sigue manteniendo una relación tormentosa. Pero se da por satisfecha con su respuesta: se podían llevar bien juntos, hay matrimonios que funcionan así años y años sin que realmente se quieran el uno al otro. Ni siquiera el nacimiento de una hija mejora la situación: las “fugas” del marido se siguen produciendo con insufrible frecuencia. La situación se precipita trágicamente cuando muere la niña. Habrá una última reconciliación; siente momentáneamente la ternura del marido infiel y empieza a enamorarse otra vez de él. Cuando, por primera vez sus vidas parece que pueden reconstruirse, el anuncio de otro viaje hará que piense en el revólver. El desenlace no es preciso desvelarlo, porque eso que todos intuimos fue lo que pasó.

   Relato ciertamente demoledor, cimentado en una gran economía de elementos y en contados personajes, mas con una idea central subyacente muy clara: creerse enamorada de una persona cuando todo se reduce a una ofuscación y a una necesidad: la de enamorarse del deseo de estar enamorada. La autora no disimula ni enmascara el desgarro, el desamor y la tragedia, pero posee la acuidad de saber expresarlos con extremada sutileza. Esa tonalidad impulsa al lector a identificarse con el personaje agónico, con esa madre y esposa a la que una amiga le llama cornuda sin que le importe, porque lo único en lo que piensa es en ser buena esposa, buena madre, buena amante.

   Natalia Ginzburg penetra con insólita maestría en la vida interior de esa mujer, en sus miedos, en su aceptación de experimentarse desterrada a un segundo plano, víctima de un amor desesperado que la encierra en el pozo oscuro de su interior. Discierne igualmente con sagacidad la dialéctica de los sentimientos, pasiones humanas y traiciones. Y todo narrado con las palabras justas, un lenguaje crudo y desnudo, sin que nada sobre, sin colores que hagan soñar con falsas esperanzas, sin el femenino abandono a las sensaciones. Pero en su escritura participan con suma potencia alma y cuerpo, tal como lo vio Italo Calvino.



Francisco Martínez Bouzas




Natalia Ginzburg

Fragmentos



“Yo le dije:

-Dime la verdad

Y él me contestó:

-¿Qué verdad?

Dibujó algo a toda prisa en su cuaderno y me lo enseñó: un tren largo con una gran nube de humo negro y él asomándose por la ventanilla y saludando con un pañuelo.

Le pegué un tiro entre los ojos.

Me había dicho que preparara el termo para el viaje así que fui a la cocina, preparé el té, le puse leche y azúcar y lo eché en el termo. Metí también el vasito y luego regresé al estudio. Fue entonces cuando me enseñó el dibujo y yo cogí el revólver que estaba en el cajón de su escritorio y le disparé. Le pegué un tiro entre los ojos.

Desde hacía tiempo pensaba que iba a acabar haciéndolo cualquier día.

Luego me puse el impermeable y los guantes y salí de casa. Me tomé un café en el bar y empecé a caminar sin rumbo por toda la ciudad. El día estaba fresco y había una brisa suave que anticipaba lluvia. Me senté en uno de los bancos del parque público, me quité los guantes y me miré las manos. Me quité el anillo y lo guardé en el bolso.

Llevábamos casados cuatro años. En una ocasión me dijo que quería dejarme, pero luego murió nuestra hija y así fue como seguimos juntos. Quería que tuviéramos otro hijo, decía que me iba a hacer mucho bien, y por eso durante la última época acabamos haciendo mucho el amor. Al final nunca llegué a quedarme embarazada de otro hijo.”



…..



“Un día le dije que le amaba porque estaba cansada de llevar aquel secreto dentro de mí y con frecuencia me sentía ahogada en aquella habitación de la pensión con aquel secreto que me crecía por dentro. De nuevo tenía la sensación de que me estaba volviendo idiota  y de que ya no tenía interés por nada ni por nadie. Quería saber si él también me amaba y si nos íbamos a casar algún día. Sentía ese deseo como quien siente deseo de comer y beber y luego pensé que las personas siempre sienten deseo de decir la verdad aunque sea algo difícil y muchas veces requiera valor. (…)

Después de decirle todas aquellas cosas me había dado la vuelta para dejar ver aquella cara suya asustada y triste. Ya me había dado cuenta de que no me amaba. Me puse a llorar. Él sacó su pañuelo y me secó las lágrimas. Estaba pálido y lleno de miedo y me dijo que nunca se había dado cuenta de que me pudiera estar pasando eso, que sentía por mí una gran simpatía y una gran amistad pero que no me amaba. Me dijo que llevaba mucho tiempo enamorado de una mujer y que no podía casarse con ella porque ya estaba casada, pero que igualmente creía que no podría vivir con otra mujer.”



…..



“Acosté a la niña. Francesca estaba en el salón y fumaba recostada sobre el diván. Tenía un aire como si aquel salón hubiese sido su habitación durante toda la vida. Se había quitado las ligas y las había dejado en el espaldar del sillón. Tiró la ceniza sobre la alfombra. Me dijo:

-¿Sabes que te está poniendo los cuernos?

-Sí, lo sé -dije.

-¿Y no te molesta?

-No.

Plántale -dijo, vámonos de viaje.Ese hombre es un esperpento. ¿Qué te pasa?

-Le quiero -dije- y tenemos a la niña.

-Pero te pone los cuernos. Te pone alegremente los cuernos con otra. De cuando en cuando me los encuentro. Tiene el culo como una coliflor y además no es nada guapa.

-Es Giovanna -dije yo.

-Plántale -respondió-, que te importa a ti

-La has visto -dije- ¿cómo es?

-Mmmm -dijo-, no sabe vestirse. Caminan juntos muy espacio, muy despacio. Les veo a menudo.

-¿Por qué como una coliflor? -pregunté.

-Como una coliflor -dijo- redondo. Lo mueve al caminar. ¿Y a ti qué diablo te importa?- Se desnudó y se puso a caminar por el salón.”



(Natalia Ginzburg,  Y eso fue lo que pasó, páginas 15-16, 32-33, 61-62

lunes, 24 de octubre de 2016

"SOBRE LA HISTORIA NATURAL DE LA DESTRUCCIÓN": UN OMINOSO SILENCIO



Sobre la historia natural de la destrucción
W. G. Sebald
Traducción de Miguel Saénz
Editorial Anagrama, Barcelona, 158 páginas
(LIBROS DE FONDO)

    Si el dolor es igual para todos ¿por qué el ominoso silencio que durante épocas desplegó una cortina de olvidos y omisiones sobre las víctimas de otro holocausto, el holocausto sufrido por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial? Una de las razones podría ser la máxima atribuida a Wiston Churchill: “La Historia la escriben los vencedores”. Son ellos lo que se apoderan de la misma. El sentimiento de ignominia que dominó  la sociedad alemana en la posguerra, convirtió en tabú colectivo la espantosa y sistemática destrucción de ciudades alemanas por la aviación de los aliados. No resulta fácil  hacerse una idea aproximada de las dimensiones que alcanzó el horror de esa devastación. Pero hoy sabemos que centenares de poblaciones alemanas fueron objetivo de esos bombardeos de los aliados, y que muchas de ellas fueron completamente arrasadas; que provocaron la muerte de seiscientos mil civiles alemanes. Sin embargo, en Alemania, todo eso nunca fue objeto de un debate público, quizás porque un pueblo que asesinó a millones de seres humanos, o miró para otro lado cuando eso se hacía, no podía exigir cuentas a las potencias vencedoras de la lógica político-militar que decidió la destrucción de las ciudades alemanas y provocó cientos de víctimas civiles.
   Seguramente que muchos de los afectados vieron, como se señala en un relato de Hans Erich Nossack sobre la destrucción de Hamburgo, los gigantescos incendios como un castigo merecido. Otros recurrieron sencillamente al truco de la eliminación, el reflejo defensivo de cualquier experto (Stanislaw Lem).
   Sin embargo, desde hace años, distintos escritores, entre ellos Enzensberger, Günther Grass, Jörg Friedrich, Max Frich o Anthony Beevor han hurgado en una herida escondida en el silencio de una guerra justa pero con matanzas premeditadas. Uno de los más conspicuos en explorar este tabú colectivo fue W.G Sebald (1944-2001). El escritor alemán, el Joyce de finales del siglo XX, al que un trágico accidente colocó definitivamente en la nómina de los no-Nobel, es uno de los casos más relevantes de escritores que apuestan por los géneros híbrido, por la literatura  fronteriza, que demuestra con su obra que “la literatura puede ser, literalmente, indispensable” (Susan Sontag). Sus obras se cimentan en la “non-fiction” que transita de la fabulación al ensayo y de la palabra a la imagen o al documento oficial, posiblemente como la única forma de supervivencia.
   Sebald fue sin duda uno de los escritores con mayor autoridad moral para preguntarse sobre el porqué  de la destrucción sistemática de Alemania y del silencio posterior que equivalía a la negación del pasado. Porque las referencias al exterminio de los judíos europeos ocupan un lugar central en su obra, en especial en Los emigrados que reconstruye la existencia de cuatro judíos que huyen de Alemania como consecuencia del ascenso del nazismo. Y también en su última novela, Austerliz, un intento de levantar un monumento alternativo al Holocausto y en la que el protagonista descubre, en un dramático ejercicio de memoria, que sus padres mueren en los “lagers” del régimen nazi. Pocos escritores además han mostrado tanta empatía por los desterrados, por los expatriados de su propio país como W.G. Sebald.
   En el año 2003, Anagrama reunía en su colección “Panorama de narrativas” dos textos de Sebald, escritos en 1999: “Guerra aérea y literatura” y “Alfred Andersch”, bajo el título Sobre la historia natural de la destrucción. En ambos  ahonda en el “ominoso silencio”, en el tabú colectivo entre el pueblo germano. En una implacable exploración de las profundidades del ser humano, Sebald narra algunos aspectos de una devastación despiadada. Y lo hace, no como un historiador, sino desde la perspectiva de la solidaridad y desde una honda y rigurosa sensibilidad estética capaces de captar el dolor humano. Por ejemplo, cuando habla de la destrucción de Hamburgo. Sebald intenta hallar una explicación al hecho de que la destrucción sistemática de las ciudades alemanas “quedó excluida en gran parte de la experiencia retrospectiva de los afectados”. Ha habido muy pocas respuestas y para Sebald ese mutismo equivale a una segunda destrucción. Pero él si las da. Por ejemplo, deja constancia de que los bombardeos nocturnos sobre la población civil, sin elección de puntos estratégicos (fábricas, depósitos de combustibles…) no mermaron el poderío bélico alemán, asesinaron a seiscientos mil ciudadanos civiles y dejaron a otros siete millones y medio sin hogar. Aunque quizás todo pueda explicarse desde el punto de vista de la lógica económica: las bombas eran “mercancías costosas” y había que echarlas a andar,  a matar. Todo ello no se aleja demasiado del apoyo de Wiston Churchill a la estrategia de su comandante Arthur “Bomber” Harris: “… quienes habían liberado esos horrores sobre la humanidad, sufrirían en sus personas y hogares los golpes demoledores de un justo castigo”.
                                           
Dresde tras el bombadeo vista desde lo alto de la torre del ayuntamiento (Foto de Richard Peter)
   Evocaciones espantosas alejadas del sentimentalismo (el cine que perdió una de sus paredes debido a un bombardeo sin que se interrumpiera la proyección, el desconcertado deambular de los animales del zoo berlinés por las ruinas sin poder comprender lo que sucede, madres que transportan en sus maletas los cuerpos abrasados de sus hijos…) son testimonios elocuentes de lo que fue una historia premeditada de destrucción.
   El siniestro silencio también es analizado por Sebald en “El escritor Alfred Andersch”. Alfred Andersch, mediocre  y vanidoso escritor (“La literatura alemana tiene en Alfred Andersch uno de los talentos más sólidos e independientes”, escribió él mismo en la solapa de uno de sus libros). Cobarde y oportunista como persona -se separó de Angelika Albert, su mujer judía en 1942, sin preocuparse por su destino- es un ejemplo paradigmático de cómo un personaje público realiza intentos, más o menos conscientes, de adaptación y de ajuste mediante discretas y sinuosas andanzas para forjarse una imagen pública de creador políticamente correcto. En esa preocupación por retocar la imagen reside, según Sebald, una de las razones fundamentales de la incapacidad de toda una generación para describir y traer a la memoria los horrores presenciados. Para borrar lo que no quiere saberse y arrojarlo al olvido.

Francisco Martínez Bouzas

                                                   
W.G. Sebald
Fragmentos

“En pleno verano de 1943, durante un largo período de calor, la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, realizó una serie de ataques aéreos contra Hamburgo. El objetivo de esa empresa, llamada «Operación Gomorrah» era la aniquilación y reducción a cenizas más completa posible de la ciudad. En el raid de la noche del 28 de julio, que comenzó a la una de la madrugada, se descargaron diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias sobre la zona residencial densamente poblada situada al este del Elba, que abarcaba los barrios de Hammmerbrook, Hamm Norte y Sur, y Eilbek, Barmbek y Wandsbek. Siguiendo un método ya experimentado, todas las ventanas y puertas quedaron rotas y arrancadas de sus marcos mediante bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendió fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quince quilos penetraban hasta las plantas más bajas. En pocos minutos, enormes fuegos ardían por todas partes en el área del ataque, de unos veinte kilómetros cuadrados, y se unieron tan rápidamente que, ya un cuarto de hora después de la caída de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanzaba la vista, era un solo mar de llamas.”

…..

“Con fecha de 20 de agosto de 1943, en el pasaje antes citado, Friederich Reck informa de unos cuarenta o cincuenta fugitivos que intentaron asaltar un tren en la estación de la Alta Baviera. Al hacerlo, una maleta de cartón «cayó en el andén, se reventó y se vació su contenido. Juguetes, un estuche de manicura, ropa interior chamuscada. Finalmente, el cadáver de un niño asado y momificado que aquella mujer medio loca llevaba consigo como resto de un pasado pocos días antes todavía intacto». Es difícil imaginar que Reck se inventara esa espantosa escena. Por toda Alemania, de una forma o de otra, la noticia de los horrores de la aniquilación de Hamburgo, debió difundirse a través de los fugitivos, que oscilaban entre una histérica voluntad de supervivencia y la más grave apatía.”

…..

“El reportaje de Kluge sobre la destrucción de Halberstat comienza con la historia de una empleada de un cine, la señora Schrader, que, después de caer las bombas, se pone inmediatamente a trabajar con una pala del refugio antiaéreo, para poder «despejar los escombros -como espera- antes de la sesión de las dos de la tarde». En el sótano donde encuentra varios fragmentos de cuerpos cocidos, pone orden colocándolos por de pronto en la caldera del lavadero.”

(W.G. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción, páginas 35, 38, 51)

jueves, 20 de octubre de 2016

"CALIFORNIA": EL AZAR Y LA DESOLACIÓN



California
Ruben Abella
Menoscuarto Ediciones, Palencia, 2015, 314 páginas

   Afirma Rubén Abella (Valladolid, 1967) que la literatura “se nutre de conflictos, tiene que ver con las emociones y el sufrimiento.” Es un postulado que impregna la buena literatura, especialmente esa narrativa que nos obliga a seguir leyendo hasta que clausuramos el libro con la lectura de la última página. Difícilmente podrán ser la felicidad y la placidez el núcleo diegético de una novela capaz de tirar de lectores humanos. Y como no existe literatura angélica, cuando nos acercamos a una pieza de ficción, de forma consciente o no tanto, buscamos la concatenación de situaciones conflictivas, quizás desventuras, que tienen que superar o ser derrotados en el intento el o los protagonistas. Los problemas, en efecto, mueven las teclas de esta historia de Rubén Abella rotulada con el título  California, nombre de uno de los vinos que un emigrante irlandés, abuelo del protagonista, elaboraba en el Valle de Napa, en la costa oeste de Estados Unidos, en el primer cuarto del siglo pasado. Su nieto, el personaje central, César O’Malley, un hombre triunfador en todas las facetas de su existencia, será sacudido de forma azarosa y arrojado de lleno en el torbellino de una derrota personal y familiar por un hecho, a primera vista anodino, pero que provoca  una imparable tormenta en su matrimonio, la tragedia personal y familiar, la ruina interior del protagonista, la absoluta desolación. Y como todo cuelga de un fino hilo, depende del azar que este se quiebre y sobrevenga la tempestad y el posterior derrumbamiento.
   La novela reconstruye una saga familiar a partir de los abuelos en el Valle del Napa (California), la de sus padres y la propia del protagonista, sus estudios en el colegio de los jesuitas en Valladolid, con el aprendizaje mojigato  de la sexualidad, sus viajes veraniegos a California, sus enamoramientos, el primer acto de rebeldía doméstica, sus exitosos estudios universitarios en Madrid, el amor y el matrimonio con Mercedes, que es un remanso de paz, un presente y un porvenir envidiable con salarios astronómicos, el nacimiento de sus hijos que alcanzan la adolescencia y la pubertad de la forma más problemática y perturbadora imaginable. Por anteriores lecturas, Baruc en el río especialmente, me constaba la querencia de Rubén Abella por los temas familiares, uno de los principales hilos conductores de su universo literario. Pero todo resulta demasiado perfecto en la trayectoria vital del protagonista y en la superficie no sumergida del iceberg familiar, hasta que el acaso hace acto de presencia: el error nimio de dos preservativos hallados por la esposa en el neceser de César, sobrantes de los que él y Mercedes habían comprado en Marrakech  y que, por desidia habían viajado con él. Pero será suficiente para que la catástrofe haga trizas de una familia con dieciocho años de dicha. Y tras esta primera hecatombe, otra al enterarse de que su hijo robaba, y su hija adolescente se prostituía con el pederasta Enrique Marbán, acosador de su hijo por el robo de un reloj. Una condena carcelaria, y un nuevo matrimonio pone algo de esperanza en el desenlace de una trama equiparable a una tragedia griega, aunque se desarrolle en nuestros días.
   Novela intensamente emotiva, que sin embargo supera la vitola de lo lacrimoso y de lo comercial, que acoge en sus páginas un relato de formación, pero sobre todo la narración de la descomposición de una familia y la caída en el infierno del protagonista por un hecho a primera vista baladí que pone de manifiesto lo mudable e inconstante que puede ser la fortuna, supeditada no solo a la voluntad humana, sino también al capricho estocástico del destino. Quince capítulos encierran las quince estaciones del viacrucis personal de César O’Malley, y que Rubén Abella aborda dejando en muchas preguntas sin contestar. Es su técnica narrativa: seleccionar lo que quiere contar y obligar al lector a inquirirse y a responder los interrogantes que el autor deja en el aire. Rubén Abella es enteramente fiel, desde esta perspectiva, a la cita inicial de Philip Roth: “Siempre contamos para también no contar”
   En California confluyen dos voces narrativas: la de un narrador heterodiegético que nos informa sobre todo del pasado mediante oportunas e incluso necesarias analépsis; y otro homodiegético  -la voz de un amigo de la infancia y abogado en el desbarajuste final- que cuenta la historia desde su participación en ella, asume una parte del pasado y nos da cuenta sobre todo del presente. Personajes, especialmente el del protagonista, que evolucionan, obligado además por las circunstancias; si bien sobre alguno de ellos, la esposa principalmente, el lector agradecería mayor información, exteriorizar con más detalles sus razones.
   El ritmo o tiempo del discurso es pausado en la mayoría de las secuencias, pero muy acelerado en los capítulos finales; todo ello muy congruente con el desenvolvimiento de la trama. No estoy demasiado de acuerdo con las apreciaciones que ven en el estilo de Rubén Abella un lenguaje alejado de lo artístico. Es verdad que el escritor vallisoletano huye de los barroquismos, de las complicaciones lingüísticas. No obstante, la forma de la novela, además de transparente, no carece de estilo, con una esmerada selección de los términos lingüísticos y una cuidada construcción de los párrafos
   Rubén Abella ya se consolidó como un narrador muy notable en anteriores entregas narrativas. En California, editado por un sello editorial independiente “de provincias” que enriquece cada día su catálogo con obras de buena calidad, lo vuelve a confirmar de nuevo.

Francisco Martínez Bouzas

                                                   
Rubén Abella
Fragmentos

“Al otro lado de la barra estaba Mercedes. Llevaba puesto un pijama azul pálido con cuatro botones rojos que, bajo la luz imprecisa de los fluorescentes, semejaban cuatro orificios de bala. Tenía el pelo recogido con una goma y los brazos caídos, como si sus manos, invisibles para César desde su posición, sostuvieran sendas maletas pesadas.
-Hola, cariño, me has asustado -dijo César.
Mercedes no dijo nada. Se limitó a mirarlo con una tristeza honda y descolorida.
-Amor, ¿estás bien? ¿Ha pasado algo?
Muy lentamente Mercedes alzó una mano. De ella, sujeto con una asa de nailon, pendía el neceser de César. Lo depositó con cuidado sobre la barra. Abrió la cremallera, extrajo del interior dos preservativos -dos fundas de color plata, unidas entre sí por una costura dentada-, y con un ligero movimiento de la muñeca los arrojó sobre la superficie de mármol blanco. Tras varios segundos eternos -antes de que César supiera qué decir o qué hacer con el vaso de agua-, rompió a llorar en silencio.”

…..

“-No quiero que duermas conmigo -dijo sin volverse.
César no se atrevió a replicar. Se quedó inmóvil donde estaba, viendo cómo Mercedes se disolvía en la negrura del pasillo. Oyó el rumor en fuga de sus pasos descalzos. Oyó el chasquido del pasado de la puerta del dormitorio. Oyó el clic del pasador de la puerta del dormitorio. Oyó el clic de la lámpara de la mesilla e imaginó a Mercedes tendida en su mitad de la cama, sola, incompleta, rodeada de noche. Luego, como si llevara un rato esperando su turno, ocuparon la calma los zumbidos desacompasados de los tubos fluorescentes y la nevera. César cogió los preservativos y los arrojó al cubo de basura que había bajo el fregadero. Luego se apretó las sienes para evitar que la cabeza le estallara.”

…..

“César se echó a un lado y, mientras, los veía abrir la puerta y dirigirse a la barra, se le ocurrió que quizás el silencio no era el castigo más apropiado par Mercedes. Quizás, ahora que el azar la había puesto en su camino, lo que ella merecía era que él entrara en la cafetería y le soltara  a bocajarro lo que pensaba. Que por su culpa Sofía (la hija de ambos) se prostituía. Que por su culpa se acostaba por ochenta euros con un elemento que podía ser su padre. Tras el paso de la pareja, la puerta empezó a cerrarse. César la sujetó e hizo ademán de entrar, pero de pronto lo asaltó una sospecha de plomo, tan grotesca e inconcebible  como la que lo había asaltado un rato antes en la habitación de Martín. Dejó que la puerta se cerrara del todo, avanzó unos pasos por la acera y, asomándose con cuidado a una de las ventanas de la cervecería, vio  a través de los reflejos cómo Mercedes alzaba el vaso para brindar. Héctor Martel hizo lo mismo. Luego, mientras bebía, alargó la mano libre por debajo de la mesa y acarició el muslo de Mercedes. Estuvieron así varios segundos, mirándose, enlazados en una clandestinidad complacida.”

(Rubén Abella, California, páginas 100, 140, 270)