domingo, 1 de enero de 2017

"AÑOS SALVAJES". LA OBSESIÓN POR LA OLA PERFECTA



Años salvajes

William Finnegan

Libros del Asteroide, Barcelona 593 páginas.



   Barbarian  Days. A Surfing Life obtuvo en el año recientemente concluido el Premio Pulitzer a la mejor biografía; fue considerado por el jurado del premio una extraordinaria exploración en un arte exigente  y muy poco entendida. Su autor es el periodista William Finnegan quien cuenta en la obra sus propias experiencias, su oculta pasión por el mar, por el surf; y cómo todas ellas configuraron su vida. El libro, publicado recientemente por Libros del Asteroide, está logando un gran éxito entre los lectores porque se le reconoce como una obra maestra, y además porque conecta con inusitada fuerza con las tendencias lectoras de estos comienzos del siglo XXI: la indagación de lo real, de lo verídico puesto que da la impresión de que es lo único que funciona. Lo expresó con meridiana claridad Delphine de Vigan en su última novela, Basada en hechos reales: “Actualmente la única razón de ser de la literatura es la autobiografía: describir la realidad, decir la verdad”. Y es eso precisamente lo que hace William Finnegan. Tengamos en cuenta además que toda escritura que versa  sobre uno mismo, es ya de por si una novela.

   En Años salvajes, título de la traducción española, halla el lector unas excitantes memorias en las que el periodista del New Yorker confiesa su descubrimiento del surf, y todo lo que eso significó en su existencia. El periodista, que había cubierto conflictos bélicos en todo el mundo, decidió “salir del armario” y relatar sus experiencias como surfista. El resultado es una cautivadora historia de aventuras en la búsqueda de la ola más perfecta por los mares de medio mundo; un relato clásico de viaje iniciático en conjunción con una profunda reflexión sobre el ser humano, la amistad y la familia.

   Hasta la edición de este libro de memorias daba la impresión de que el surf se resistía a ser tratado de forma literaria, y que su comprensión era un privilegio exclusivo de unos pocos iniciados: los practicantes de esta cabalgada sobre las olas. El surf llevó a Finnegan por todos los mares del mundo; y como los verdaderos surfistas aventureros, salió en búsqueda de la soledad y de la ola perfecta y virginal. William Finnegan la halló en el año 1978 en una minúscula isla de Fiji, y, mientras la observaba con los prismáticos, se olvidó incluso de respirar.

   Encontrar la ola perfecta equivale para el autor a descubrir el sentido de la existencia. Sin retóricas relamidas y cursis, sin alardes ni trivialidades y con el surf como hilo narrativo conductor, William Finnegan nos agasaja con un regalo literario, una extensa road movie no solo sobre el surf, sino también sobre los seres humanos, sobre la amistad y el amor, e incluso sobre cómo vivir. Eh aquí pues alguna de las razones que convierten a esta obra en literatura adictiva.



(Traducción del texto publicado en gallego el 27 de diciembre de 2016 en el periódico El Correo Gallego de Santiago de Compostela. Para ver el original, pinchar aquí)



Francisco Martínez Bouzas




William Finnegan

Fragmentos



“El surf tenía -y sigue teniendo- una acerada veta de violencia que lo recorre de arriba abajo. Y no me refiero a esos palurdos que uno se encuentra en el agua -o a veces también en tierra firme- y que ponen en cuestión el derecho que uno tiene de a surfear en determinada ola. Las exhibiciones de fuerza física, habilidad, agresividad, conocimiento del área y deferencia hacia los superiores que se usan para establecer la jerarquía habitual en el pico -y esa es una preocupación constante en todas las rompientes famosas- supone una danza simiesca en busca de la dominación/sumisión que se lleva a cabo sin violencia física. No. Me refiero a la hermosa violencia de las olas que rompen. Y esa violencia no desaparece jamás. En las olas pequeñas y más débiles es una violencia suave, benigna que no supone ninguna amenaza y que siempre está bajo control.  No se trata más que de la gran hélice del océano que nos propulsa y nos permite jugar.”



…..



“El quinto día, o quizás fuera el sexto, por fin surfeamos. Las olas eran aún más pequeñas pero estábamos tan impacientes que nos pusimos en movimiento en cuanto vimos el primer atisbo de marejada. Olas por el muslo iban cruzando el arrecife, pero casi todas eran demasiado rápidas para surfearlas. Aun así, las pocas que cogíamos eran maravillosas. Tenían forma de tirachinas. Si podías hacer una rápida bajada cruzada, alcanzar la suficiente velocidad para que la curva no pasara de largo y luego conseguía trazar la trayectoria correcta, la ola parecía levantar  la cola de la tabla y arrojarla sobre la línea, una y otra vez, mientras el labio iba rompiendo continuamente por encima de tu espalda (un momento peligroso que normalmente solo dura un instante, aunque allí parecía durar, por imposible que fuese, medio minuto o más. El agua se iba haciendo menos y menos profunda y hasta las mejores olas terminaban mal, pero la velocidad era de ensueño. Nunca había visto una ola que fuese cerrando con tanta perfección.”



…..



“Lo portentoso de aquella ola era la velocidad que se alcanzaba en su interior. En Paúl, solía estar transparente, lo que causaba un efecto perturbador cuando uno hacía el takeoff. A veces, cuando cogías la ola y te ponías en pie sobre la tabla, e imaginando que todo iba a ajustarse al plan previsto, hacías un brusco giro a la derecha, el fondo no se movía en absoluto. Los grandes peñascos blancos del fondo no se habían movido de sitio, o incluso parecían haberse alejado un poco hacia atrás. Este efecto se producía porque se metía tanta agua en el hueco de la ola que, pese a la velocidad  a la que avanzaba la tabla, uno estaba, en términos de tierra adentro, inmóvil por completo. Y este efecto, una vez más, no era una conducta normal del océano. Pero unos instantes después de esta animación suspendida que te revolvía el estómago, de pronto empezabas a avanzar a toda velocidad a lo largo de la costa, y los peñascos del fondo se convertían en una blanca franja borrosa bajo el agua azul. Ibas tan deprisa que, en  una ola que tuviera un buen ángulo con respecto al oeste, podías surfear durante cien metros sin que pareciera que te estuvieras acercando a la costa.”



(William Finnegan, Años salvajes, páginas 118- 267-268, 484)

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