jueves, 5 de abril de 2018

VIVIR LA MUERTE DESDE DENTRO


Cuatro mendrugos de pan

Magda Hollander-Lafon

Traducción de Laura Salas Rodríguez

Editorial Periférica, Cáceres, 2017, 151 páginas.



    

   Magda Hollander-Lafon (Záhoney, Hungría, 1927) no rozó la muerte, la vivió desde dentro, como escribió Jorge Semprún sobre las experiencias en Büchenwald. En ella, esa experiencia terrible y pavorosa la experimentó a la edad de dieciséis años cuando fue llevada a Auschiwitz-Birkeneau. Hasta el final de la guerra en 1945, su cuerpo y su mente pasarán por otros cuatro campos de exterminio, dentro de la solución final del genocidio de millones de judíos de toda Europa. Pero el instinto de supervivencia la rescató de la muerte, empujándola incluso a cambiar de la fila que iba a la cámara de gas, a otra donde la gente estaba en mejor estado. En cambio, su madre y su hermana, por mucho que rezaron a Dios, se convirtieron en humo y cenizas de las chimeneas de Auschwitz.

   De sus impresiones en los campos de exterminio surge este libro estructurado en dos partes: “Los caminos del tiempo” y “De las tinieblas a la alegría”. El libro recibe su título de una dramática escena que la autora recuerda en todo su realismo: un día, salía del barracón y vio tumbada a una mujer ya casi sin vida. la llamó y, para que siguiera viva y le contara al mundo lo que estaba pasando, le dio unos mendrugos de pan mohoso.

   La obra,  para los editores franceses no es un testimonio sobre el Holocausto, sino una meditación sobre la vida. La autora que no es escritora profesional, sino una superviviente de la muerte, tardó más de treinta años en poder contar sus recuerdos que se concentran, sobre todo, en la primera parte del volumen, publicada en 1997. Ella es la niña húngara que revive después de tres décadas para testimoniar, como tantos otros, la ofensa que se le hizo no solo al pueblo judío, sino a toda la humanidad.

   El libro, como anotan los prologuistas del original francés, pretende que no sea la muerte, a pesar de haberla vivido tan de cerca la autora, quien diga la última palabra, “para que el crimen no mate dos veces a todos los que perdieron allí la vida y no deje prisioneros de una manera mortífera a quienes sobrevivieron”.

   En la gestación de la primera parte, “Los caminos del tiempo”, hay una exploración de la “tinieblas fugitivas” que la autora recupera al salir de un hospital, recobrando la memoria petrificada por el silencio y el miedo. Su contenido son unos breves esbozos e impresiones sobre los campos, los hechos que allí acaecían, la mirada de las víctimas -la de una compañera con los colmillos de un perro hundidos en su carne, o la de otra que muere apaleada-, las humillaciones a las que son sometidas, el hambre y la sed extremas, el abatimiento, el crepitar de las chimeneas que expulsan las cenizas de los que están siendo quemados. Recuerda la partida, junto con su madre y hermana, olisqueando el peligro con los ojos cerrados, el ladrido de hombres y perros que los reciben en Auschwitz. El día a día picando piedras; el cazo de sopa gris y transparente como toda comida; el desplome tras la entrada en el block, al mismo tiempo que la puesta de sol. El apetito insaciable de los piojos, presentes día y noche; la batalla diaria por un pellizco de pan; la cotidiana rutina de correr para demostrar que todavía son aptas para el trabajo; el milagro de unas gotas de agua que unas compañeras le proporcionan y que le salvan la vida.  La crueldad de una antigua deportada ascendida a jefe de block, que insulta, abofetea y reprocha a los ancianos por no morirse y robarle el pan a los jóvenes; los recuentos a golpe de latigazos.

   Y, entre tanta maldad, el gesto de un buen guardián que le frota los pies congelados con un periódico, un gesto que le permite recuperar la creencia en la bondad humana. La usurpación de toda identidad: recuerdos, vestimenta, pelo y dientes si tienen fundas de oro. Y como estos, otras muchas evocaciones que afloran en la memoria de Magda Hollander-Lafon. Pero también múltiples interrogantes que cuestionan el hecho de haber sido las olvidadas de la humanidad. Y finalmente, el regreso a la vida con una maleta agujereada, pero, a falta de ropa, llena de esperanzas, sueños y temores.

   La segunda parte, “De las tinieblas a la alegría”, es un texto meditativo, surgido del reencuentro del gusto por la existencia. Recordando a todas y todos los que entraron en las cámaras de gas, la autora intenta hacer de Auschwitz, no un lugar de la muerte, sino un territorio de apelación al porvenir. Brota la memoria de la infancia, la herida húngara, con el olvido incluso de la lengua materna. El remordimiento que la carcome al regresar viva de los campos de exterminio. “¿Por qué yo sí y los demás no?”. Y la vergüenza de ser una judía sin rostro, no creyente, que no sabe con quién identificarse. ¿En ser menos que nada, como le respondían los nazis?

   El texto de Magda Hollander-Lafon no aparta una nueva visión sobre los campos, ni alcanza la profundidad de los escritos de Primo Levi, Imre Kertész o Danilo Kiš, pero nos entrega, como tantos otros, un nuevo testimonio, extraído de la propia experiencia, sobre la “banalidad del mal”: la muerte de millones de seres humanos y el proceso de deshumanización que el nazismo implantó en los campos. Sus secuencias breves, unas veces narrativas, otras en forma de sentencias o poesías, reflejan la perniciosa lógica de los campos de concentración: el hambre, la violencia de los campos, los robos, los interminables recuentros bajo el sol o el frío, los cuerpos que se derrumbaban agotados. Ella fue testigos de los peores horrores y los relata sin frialdad, pero tampoco sin desgarradoras y exageradas gesticulaciones escriturales.







 
Magda Hollander-Lafon

Fragmentos



“Hay unos robots congelados a cada lado de la puerta, armados con látigos, perros y bastones. Corremos, entumecidas por el miedo. Para aligerar la carrera, para evitar mejor los golpes y los mordiscos, nos deshacemos de los zapatos o los zuecos. Frenar, dar un paso en falso, significa que te enganchen de inmediato con un bastón y te aparten: selección fatal. Las últimas de la larga fila en llegar chocan contra los cuerpos sin vida, tropiezan con obstáculos esparcidos.

Con paso alterado seguimos corriendo más allá del portón, jadeantes, por instinto, con el rostro crispado por el miedo.

Nuestra vida depende de nuestros pies. Están doloridos y agitan nuestras cortas noches. Cada amanecer nos preguntamos si nuestros pies maltrechos, que llevan el peso excesivo de las almas  desnudas, atravesarán un mañana más.”



…..



“En Birkeneau, una moribunda me hizo un gesto: abriendo la mano, que contenía cuatro mendrugos de pan mohoso, me dijo con voz apenas audible: «Coge. Eres joven, debes vivir para dar testimonio de los que ocurre aquí. Debes contarlo para que no vuelva a ocurrir nunca más en el mundo». Cogí los cuatro mendrugos de pan y me los comí delante de ella. En su mirada leí a la vez la bondad y el abandono. Yo era muy joven, me sentí abrumada por el gesto y por la carga que suponía.

Este acontecimiento ha pasado mucho tiempo olvidado.

En 1978, Darquier de Pellepox dijo: «En Auschwitz sólo se gasearon piojos». La perversión de tales palabras me sublevó e hizo que se alzara en mí el recuerdo del gesto de aquella mujer. Volví a ver su rostro. Ya no podía callarme.

Tomar la palabra es un desafío para mí, pero no puedo rehuirlo; obedezco, no a un «deber de memoria», sino a una fidelidad a la memoria de aquellas y aquellos que desaparecieron ante mis ojos.”



…..



“Mi vida se detuvo a los dieciséis años, en plena crisis de la adolescencia, en plena crisis con mis padres. En Auschwitz me separé de mi madre y de mi hermana sin una mirada, sin un gesto y cuando me pregunté sobre su paradero, una kapo polaca me dijo en tono indiferente: «¿Ves la chimenea que arde? Pues ya están todos dentro». Mi vida se detuvo por segunda vez.

Quedé petrificada por el horror de aquella visión, por el remordimiento de no haber podido decirle adiós a los míos, pedirles perdón. Me sumí en una tristeza espesa, en una desesperación sin fondo. Si no hubiese ahogado de inmediato tal desesperanza, creo que habría perdido la razón.”



(Magda Hollader-Lafon, Cuatro mendrugos de pan, páginas 31-32, 75-76, 84)

2 comentarios:

  1. Terrible y desgarradora historia del holocausto y más contada por la propia protagonista, un libro que no me puedo perder, gracias, por guiarme hacia la mejor opción. Un abrazo y felicidades.

    ResponderEliminar